Algunos apuntes sobre el mitrismo y la “organización nacional” a propósito del Bicentenario

Miseria de la burguesía nacional


"No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió" Joaquín Sabina


 


La derrota militar del ejército de Rondeau ante los caudillos disidentes del Litoral, el 1° de febrero de 1820 en los campos de Cepeda, selló la caída del Directorio y el inicio de una profunda crisis conocida como la "anarquía del año ’20”. En apenas nueve meses, la sucesión del poder en Buenos Aires se vio enmarcada por la elección de una decena de gobernadores, tres de ellos elegidos en un sólo día -hecho que, comparado con la crisis de 2001, demuestra que nuestras clases dominantes y sus gobernantes ni siquiera pueden presumir de originalidad. La "anarquía" culminó con la instauración del "orden", para lo cual fue necesario que los ejércitos de campaña liderados por Martín Rodríguez, cuya base residía en los colorados de Rosas, vencieran el levantamiento porteño de octubre de 1820. La batalla de Cepeda marcó el derrumbe del gobierno central creado por la revolución y dio lugar a una etapa caracterizada por la formación de estados provinciales autónomos. Quedaba así cerrado el ciclo iniciado en mayo de 1810: la revolución había permitido lograr la independencia formal de España pero no había sido capaz de consolidar un poder estatal a un nivel que fuera más allá de las diferentes provincias.


 


A partir de aquel momento, se abrió un período que la historia escolar suele abordar -de manera superficial y limitándose a algunos aspectos políticos- como de enfrentamientos entre "federales" y "unitarios": se habla, en general, de un largo período de conflictos civiles, cuya explicación parece incomprensible y se presenta así la historia del siglo XIX argentino como un mero enfrentamiento entre dos bandos que discrepaban sobre la forma constitucional que debía adoptar el país. En la base de esa perspectiva se encuentra la interpretación "mitrista" de la historia argentina, que daba por sentada la "preexistencia" de la "nación" a los estados provinciales y que se reproduce hoy en la mayoría de las obras de divulgación histórica que hacen referencia al Bicentenario "de la Argentina". Lo que se presenta entonces es una nación ya consolidada en 1810, pero que "perdió" medio siglo por las guerras intestinas entre federales y unitarios.


 


En verdad, es un error de método partir de la existencia de la "Argentina" en las primeras décadas del siglo XIX. En tanto no existía aún nada parecido a una "burguesía nacional" -y tampoco un Estado o un mercado nacionales-, lo que corresponde es analizar cuáles eran las clases sociales que existían en el territorio y qué intereses defendían. Se trata de un hecho que fue advertido por los primeros trabajos de la renovación historiográfica, la que intentó superar los límites de la tradicional historia liberal que abrevaba en los trabajos de Bartolomé Mitre. En un texto clásico sobre la cuestión, José Carlos Chiaramonte señalaba que:


 


“La inexistencia de una nación en el Río de la Plata de la primera mitad del siglo XIX es simplemente eso, si se nos permite una aparente tautología: la inexistencia de una nación; revelada fundamentalmente para el análisis histórico, en lo que constituye el rasgo que consideramos más significativo del proceso: la inexistencia de una clase dirigente en el nivel interprovincial, la sola existencia de clases -o grupos- sociales de alcances locales” (J. C. Chiaramonte: La cuestión regional en el proceso de gestación del estado nacional argentino. Algunos problemas de interpretación, 1983).


 


En lugar de dar por hecha la unidad nacional desde la época de mayo y considerar el período de guerras civiles que caracterizó al siglo XIX como un "accidente" que fragmentó sólo temporalmente a una nación ya constituida, Chiaramonte planteaba que era "más fructífero considerar distintas situaciones que puedan ser abordadas con la información que disponemos, sin dar por supuesto lo que no existía y tratando en cambio de establecer las tendencias nacionales y las opuestas que se gestaban al mismo tiempo y frecuentemente en unos mismos grupos sociales". Según el autor, "la afirmación de que la misión histórica de la burguesía ha sido la formación de las naciones modernas es demasiado general".


 


Sólo con un abordaje metodológico de estas características puede comprenderse el proceso que dará lugar a las guerras civiles y a la conformación del Estado nacional y de una burguesía nacional hacia fines del siglo. Decía Chiaramonte en el citado trabajo:


 


“Provincia/región, unidad sociopolítica, primer fruto estable del derrumbe del imperio español que representa el grado máximo de cohesión social que ofreció la ex colonia al desaparecer las instituciones anteriores. Ante ella el problema se escinde. Por un lado, se trata de explicar por qué la disolución de la antigua estructura virreinal cristaliza en unidades de esas dimensiones, de esa naturaleza. Por otro lado, el porqué de la no desaparición de todo tipo de vínculo entre ellas, de manera que a lo largo del siglo el proyecto de nación logró sobrevivir hasta llegar a tiempos más propicios”.


 


En síntesis, el proceso revolucionario iniciado en mayo fue capaz de derrotar al imperio español y obtener la independencia formal de las ex colonias. Sin embargo, fracasó en su intento de establecer una unidad política estable: la batalla de Cepeda y la "anarquía del año ’20" inauguraron una etapa de fragmentación política en la cual los límites recayeron en las "provincias" -la unidad no pudo mantenerse, pero tampoco se produjo una desintegración total.


 


Para comprender el fenómeno, entonces, resulta indispensable analizar las clases sociales que actuaban en el espacio "argentino". Este señalamiento elemental constituye un punto de partida mucho más fructífero para analizar el proceso del siglo XIX argentino que los planteos esquemáticos de numerosos historiadores vinculados de una manera u otra con el stalinismo, quienes se limitaron a presentar interpretaciones etapistas, y de aquellos que prefieren discutir si la de mayo fue o no una "revolución burguesa" y son incapaces de considerar la posibilidad de que un movimiento revolucionario resuelva algunas, pero no todas, de las tareas históricas que le corresponden.


 


La integración de buena parte de la historiografía "renovadora" a las filas del alfonsinismo y de las camarillas universitarias, en la década de 1980, llevó a un completo abandono de esta clase de interrogantes y a un pasaje masivo de especialistas al campo de los estudios de la "construcción de la ciudadanía" y otros aspectos de la historia política. Así es que un análisis de la historia rioplatense del siglo XIX, en el sentido de lo anteriormente expuesto, no puede nutrirse de los aportes de las investigaciones más recientes y debe aún basarse en señalamientos preliminares, realizados por trabajos que ya tienen más de tres o cuatro décadas. En el contexto de una reflexión histórica a dos siglos de las revoluciones de independencia latinoamericanas, a continuación presentamos algunos apuntes metodológicos y de discusión historiográfica con el objetivo de contribuir a un análisis de las fuerzas de clase que permita explicar y caracterizar las guerras civiles argentinas del siglo XIX, así como los límites de la "organización nacional" que surgió de ellas.


 


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El más tradicional de los señalamientos sobre las características de la estructura económica del territorio rioplatense en el siglo XIX es el que pone de manifiesto la contradicción entre el Litoral y el interior. Es necesario, sin embargo, precisar el carácter de esta contradicción para evitar aquellos planteos simplistas que pretendieron mostrar a las economías regionales del interior del país como posibles agentes de una transformación económica en sentido capitalista, que habría sido bloqueada por la acción del puerto de Buenos Aires.


 


Está claro que había diversas producciones de carácter artesanal en distintos lugares del interior del país, pero también que eran incapaces de enfrentar la competencia de las manufacturas extranjeras que llegaban con el libre cambio. Con el quiebre del espacio económico del virreinato, las modestas economías locales y regionales -por ejemplo, en el Noroeste y en Cuyo- lograron sobrevivir reestructurando sus vínculos mercantiles con Bolivia y Chile, o sea, sin efectuar grandes alteraciones con respecto a los niveles productivos del período colonial. En este sentido, puede decirse que si bien es cierto que, de un modo general, el interior defendía el proteccionismo, y, por lo tanto, se oponía al librecambio pro-inglés de los porteños, también lo es que defendía una producción artesanal atrasada y precapitalista que no tenía mercado ni potencialidades para transformarse en una industria capitalista capaz de desarrollar al país.


 


Asimismo, la reivindicación, por parte de la historiografía nacionalista y revisionista, de los "caudillos" del interior -como representantes de una alternativa "nacional" ante la oligarquía "antipatria" de las ciudades portuarias- oculta que esos caudillos eran miembros de las clases dominantes y no promovían un orden social superior, sino al contrario. Si es verdad que se apoyaban en la movilización popular del gauchaje, no lo es menos que representaban intereses sociales atrasados y contrarios al desarrollo capitalista del país. Sigue siendo válido, en este punto, el planteo de Milcíades Peña:


 


“La oligarquía porteña no podía ser democrática, aunque era indudablemente burguesa, porque era infinitamente minoritaria. La montonera era democrática, como expresión de la mayoría del país, pero era indudablemente contraria a la acumulación capitalista y a la definitiva estructuración capitalista del país” (El Paraíso Terrateniente).


En efecto, eran capitalistas los intereses de las burguesías del Litoral -fundamentalmente Buenos Aires y Entre Ríos, ya que el caso correntino es un poco más complejo y Santa Fe conoció un largo período de estancamiento económico- y eran también, evidentemente, contrarios al proteccionismo; defendían firmemente el librecambio y promovían la vinculación con Gran Bretaña, lo cual habla a las claras de las características "antinacionales" de los sectores más desarrollados y, por ende, de los límites de una independencia de España que había abierto el paso a una nueva dependencia. Es necesario, de todas formas, hacer una precisión mayor, en la medida en que también había contradicciones entre los productores del Litoral. Los ganaderos entrerrianos, aunque favorables al librecambio y al capital extranjero como los porteños, entraban en contradicción con Buenos Aires en la medida en que toda su producción debía pasar, por razones geográficas, por el puerto de esa ciudad. Al interior de la propia provincia de Buenos Aires, por otro lado, existían contradicciones entre la burguesía comercial y una clase terrateniente ganadera que se desarrolló con fuerza a partir de la década de 1820. Si bien ambas eran partidarias del librecambio y del predominio del puerto de Buenos Aires, la primera lo hacía para impulsar la importación de productos británicos y la segunda para exportar los ganaderos -en ese entonces, tasajo y cueros- de la campaña bonaerense. La burguesía comercial era partidaria de impulsar la unidad nacional, aunque lo hacía con un carácter absolutamente parasitario, en tanto comisionista del capital británico. La burguesía terrateniente, por el contrario, no tenía interés, todavía, en malgastar las rentas de su Aduana en la consolidación de un mercado nacional para el cual no producía.


 


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Después de la quiebra de la unidad en 1820, la "soberanía" recayó en las diferentes provincias. En este cuadro, Buenos Aires vivió un proceso de crecimiento económico y de relativa estabilidad política bajo el gobierno de Martín Rodríguez. La base de la "feliz experiencia de Buenos Aires" residió, en buena medida, en la utilización de las rentas liberadas por la caída del Directorio, esto porque la construcción del Estado provincial se desenvolvió en el marco del fin de los esfuerzos financieros por las guerras de independencia y por el sostenimiento de un poder central. Pero esa "feliz experiencia" no estaba destinada a perdurar: mientras Buenos Aires se mantuvo fronteras adentro para ordenar el "caos" de la etapa precedente y proceder, de esta manera, a su consolidación y desarrollo, las diferencias pudieron mitigarse. En cambio, cuando volvió a ponerse a la cabeza de un proceso de unificación nacional, las divisiones salieron rápidamente a la luz.


 


El experimento "unitario" de Rivadavia, a mediados de la década, debe entenderse como un intento de la burguesía comercial porteña de intentar una unificación nacional bajo la batuta del capital británico, lo cual pone de manifiesto su carácter antinacional. No hay que olvidar que en esa época se produjo un breve período de exportación de capitales por parte de Gran Bretaña, que en buena medida prefiguraba lo que iba a suceder en la etapa imperialista.


Fue en esos años cuando la burguesía porteña comenzó su lamentable historia como deudora con el famoso préstamo de la casa Baring Brothers, que sólo terminó de pagarse a comienzos de siglo XX. El asunto tiene su lado pedagógico, pues demuestra que la voluntad de honrar la deuda con el hambre y la sed de los argentinos, al decir de Nicolás Avellaneda, ha estado presente desde la génesis de la clase dominante argentina.


 


El intento rivadaviano, en cualquier caso, encontró rápidamente sus límites, los cuales sellaron definitivamente la suerte de la "feliz experiencia" y la de su propio gobierno: todavía no estaban dadas las condiciones para intentar un proyecto de unidad nacional, ni siquiera uno de carácter dependiente y sometido al capital extranjero. Los terratenientes porteños hicieron valer sus intereses y desbancaron a Rivadavia y a los unitarios a través de la imposición de la dictadura rosista, aunque esta caracterización debe ser matizada en un doble sentido. Por un lado, porque los primeros intentos de reemplazar la competencia electoral por la unanimidad, basada en una lista única, se dieron en 1829 con los pactos de Cañuelas y de Barracas entre Lavalle -unitario- y Rosas -federal. Por el otro lado, porque -como nos recuerda Peña- el aparato rosista no estaba dirigido contra las masas sino que se apoyaba en ellas para enfrentar a la oposición. Incluso sus enemigos tuvieron que reconocer este hecho: Sarmiento no dudaba en afirmar que "Rosas era un republicano que ponía en juego todos los artificios del sistema popular representativo. Era la expresión de la voluntad del pueblo, y en verdad que las actas de las elecciones así lo demuestran. No todo era terror, no todo era superchería", mientras que Alberdi sostuvo alguna vez que Rosas "no es un déspota que duerme sobre bayonetas mercenarias. Es un representante que descansa sobre la buena fe, sobre el corazón del pueblo".


 


Se llegó así a la situación contradictoria de que los porteños (Rosas) eran los principales defensores del "federalismo". En realidad, era una contradicción sólo aparente: mientras el federalismo provinciano expresaba la pretensión de proteger sus atrasadas industrias y producciones artesanales de la competencia ruinosa del mercado exterior, el federalismo de los estancieros bonaerenses representaba su interés de no compartir las rentas de la Aduana con el resto de las provincias y de evitar la nacionalización de la ciudad de Buenos Aires que había sido dispuesta por Rivadavia.


 


El gobierno de Rosas, por otra parte, fue rabiosamente centralista: se mantuvo en el poder provincial durante treinta años y controló la situación del resto de las provincias. Lo que sucede es que la prioridad de los terratenientes porteños, base social de Rosas, no era impulsar la unidad nacional sino garantizar sus intereses como productores de ganado para la exportación. Por eso durante el rosismo avanzó el control social sobre el gauchaje y la "conquista del desierto" para obtener tierras que todavía estaban en manos de poblaciones indígenas. Bajo la mano férrea del "Restaurador" se desarrolló la acumulación de tierra y ganado por parte de la burguesía terrateniente pampeana: una auténtica "acumulación originaria" que sería la base del posterior auge agroexportador dirigido por los mismos que criticaban a Rosas. Desde ya que la agricultura, la industria o el mercado interno conocieron escaso desarrollo, simplemente porque ello no entraba en los intereses de la burguesía terrateniente.


 


Es sabido que Rosas ha sido convertido en una de las "bestias negras" de la historiografía oficial elaborada por el mitrismo después de su caída; ni siquiera tiene una calle en la ciudad de Buenos Aires. Por contraste, la historiografía revisionista y los intelectuales "nac & pop" gustan de presentarlo como un paladín del nacionalismo, lo cual no pasa de ser uno de los más grandes macanazos de la historia argentina. La realidad es que Rosas siempre mantuvo buenas relaciones con la burguesía inglesa, que incluso lo apoyó cuando Francia intentó un avance colonial sobre nuestras costas. El gobierno rosista simplemente defendía los intereses de la burguesía terrateniente: una verdadera política independiente y nacional -en términos capitalistas- sólo podía basarse en un desarrollo industrial, tal como la que representaba, por ejemplo, la burguesía del norte de los Estados Unidos en su enfrentamiento con la burguesía esclavista del sur de ese país. En verdad, la dictadura de Rosas preparó el terreno para sus sucesores "democráticos", en tanto aceleró la acumulación de tierras de la burguesía bonaerense, expandió la frontera indígena y profundizó el "disciplinamiento" de la fuerza de trabajo. El repudio que se le deparó a su figura en los años posteriores a su caída no es más que una nueva demostración de la forma en que la burguesía argentina suele pagarle a quienes son sus más fieles servidores.


 


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El 3 de febrero de 1852, la batalla de Caseros marcó el final del gobierno de Juan Manuel de Rosas. Su régimen, sin embargo, estaba agotado desde tiempo atrás. El rosismo había favorecido a la oligarquía terrateniente con su política de apoyo a la concentración ganadera, proletarización del gaucho y fortalecimiento del aparato coercitivo del Estado. Sin embargo, esta misma oligarquía comprendía que la nueva situación del mercado mundial planteaba la necesidad de estructurar un Estado nacional para aprovechar las oportunidades de la nueva coyuntura internacional. El rosismo había sido útil en tanto se trataba de asegurar el "orden"; ahora la tarea era modificarlo para estar en mejores condiciones de insertarse en el mercado internacional. Los instrumentos de esta nueva política fueron Justo José de Urquiza, como representante de la oligarquía del litoral, y los exiliados en Uruguay, como representantes directos de la burguesía comercial bonaerense. Todo el aparato estatal rosista se pasó en bloque al bando vencedor en Caseros, lo cual demuestra que la caída de Rosas era una necesidad de la clase dirigente y no una contingencia bélica.


 


Urquiza se planteó la rápida organización constitucional del Estado a nivel nacional: en mayo de 1852 se firmó el Pacto de San Nicolás, en 1853 se dictó la Constitución y al año siguiente fue elegido el presidente. El objetivo de la política de Urquiza era la unificación nacional, pero no subordinada a los intereses de Buenos Aires; por eso reclamaba el usufructo común de los derechos de Aduana, la libre navegación de los ríos y planteaba una organización de tipo federal. El proyecto urquicista, claro, entraba en contradicción con los intereses de la burguesía porteña y, en septiembre de 1852, la provincia de Buenos Aires se separó de la Confederación. Tan sólo ocho meses después de Caseros, "federales" ex rosistas y "unitarios" antirosistas ponían por delante su carácter de porteños y se unían, en defensa de la Aduana, contra los "federales" de Urquiza y los intelectuales que se alinearon con él, como es el caso de Alberdi. Se estableció así una tensión entre ambos bloques que duraría nueve años. Por un lado, la Confederación quería doblegar a Buenos Aires en sus pretensiones de control sobre el resto del país, unificando para ello a todas las provincias del interior. Por el otro, Buenos Aires presionaba al resto de las provincias con su control de la Aduana, único punto de salida y entrada de mercaderías a todo el territorio. En Buenos Aires, el régimen de Bartolomé Mitre se convirtió en la continuidad del rosismo, pero ya sin la máscara del federalismo.


El fracaso de la Confederación es muy ilustrativo porque pone de manifiesto todos los límites de las burguesías del interior, que no fueron capaces -aun logrando una unidad política de todas las provincias- de sobrevivir sin Buenos Aires. Todos los esfuerzos federalistas no alcanzaron para hacer de la Confederación Argentina una nación. El ahogo económico y presupuestario era descomunal: las aduanas de Rosario y Corrientes no alcanzaban a recaudar lo suficiente como para garantizar el funcionamiento del aparato del Estado. El auge de la producción lanera de fines de la década de 1850 fue una de las causas importantes de acercamiento con Buenos Aires, ya que para los productores del litoral se hacía imperioso contar con una aduana eficiente; la mayor parte de la producción se vendería entonces por Buenos Aires y no por los puertos de la Confederación.


 


Contrariamente a lo que sostienen los autores revisionistas, que intentaron presentar al "interior" como un bloque homogéneo y capaz de articular una alternativa nacional a la burguesía porteña, es fundamental advertir que se trataba de un espacio económico profundamente fragmentado, cuyas clases dominantes regionales eran débiles y poco desarrolladas. Tal como planteó Waldo Ansaldi:


 


“La debilidad estructural de las clases y fracciones de clase actoras del proceso (es) la que obstaculiza el camino hacia la formación de la nación, del mercado interno y del Estado nacional, objetivos logrados relativamente cuando la fracción terrateniente de la burguesía del litoral logra hacer de sus intereses particulares los generales de la nación.


 


Justamente, ella es la fracción más dinámica de la sociedad argentina: surge a partir de la burguesía comercial -de la que a menudo no termina de separarse del todo- y en estrecha relación con el mercado mundial y la clase dirigente de Inglaterra, vanguardia del proceso de expansión capitalista a escala mundial. Un siglo es el lapso que media entre la aparición de los terratenientes bonaerenses y la conquista de la hegemonía a escala nacional, ínterin en el que se mantiene sin desviaciones la vinculación recién indicada. La fracción nace -como se ha dicho antes- con la crisis del sistema colonial en el Río de la Plata, en el último tercio del siglo XVIII, pero el impulso decisivo corresponde a la década de 1820, momento en que la producción se comienza a subordinar a la distribución en Buenos Aires. Desde entonces, los contradictores principales de los terratenientes bonaerenses serán los terratenientes del litoral fluvial, hasta que, superado el punto más álgido de la contradicción, cuando la secesión de Buenos Aires, entre 1852 y 1862, los primeros impongan su hegemonía sobre los segundos y realicen el primer bloque histórico regional capitalista de Argentina, en el nudo histórico 1859-1862 (Waldo Ansaldi: Notas sobre la formación de la burguesía argentina, 1780-1880).


 


Si el fracaso de la Confederación urquicista puso de manifiesto todos los límites de las burguesías del interior, la secesión de Buenos Aires reveló de manera dramática el carácter antinacional del mitrismo y de la burguesía porteña, que se oponía a todo lo que tenía de progresivo la intención urquicista de unificar el país: votar una Constitución, suprimir las aduanas interiores y nacionalizar el puerto. Aquellos que reivindican que la burguesía argentina "resolvió las tareas burguesas” deberían simplemente analizar lo planteado por Bartolomé Mitre -figura principal, si las hay, de dicha burguesía-, que llamaba "política reaccionaria" a este plan de Urquiza y prefería la separación de Buenos Aires y su independización, es decir la fragmentación nacional antes que la organización nacional con los porteños en una posición subordinada. Que esto implicaba la liquidación de la Argentina como nación, aún antes de haberse realmente constituido como tal, lo había advertido uno de los más implacables críticos del mitrismo, Juan Bautista Alberdi:


 


“Si Buenos Aires quedase como nación independiente o si antes de serlo del todo, como sucedió en Guatemala, empujase a Santa Fe u otra provincia del litoral para entrar en la misma senda, Buenos Aires disolvería a la República, con la mira de no tener por vecino un Estado fuerte, que le impusiera respeto. Estamos, pues, amenazados de ver caer a nuestra hermosa nación en la miserable suerte que ha hecho de la República de la América Central el objeto de la compasión y el menosprecio de todo el mundo” (Póstumos, XIV, p. 603).


 


Hay que agregar que, aunque Urquiza le hizo todo tipo de concesiones, el capital extranjero apoyaba la secesión de Buenos Aires como medida última debido a que su principal relación era con la burguesía porteña y no con la del Litoral, ya que los tenedores de bonos del empréstito Baring de 1824, que había sido suscripto por la provincia de Buenos Aires, presionaban en ese sentido.


 


Lo importante, en última instancia, es advertir que la política de Buenos Aires no llegó hasta las últimas consecuencias -la secesión- precisamente porque tampoco lo hizo la de Urquiza:


 


La oligarquía bonaerense no hubiera quedado dueña del país con tanta facilidad de no mediar la política permanentemente conciliadora y claudicante de su enemigo más poderoso, que eran los estancieros entrerrianos encabezados por Urquiza. En muchas ocasiones pudo Urquiza aplastar militarmente por largo tiempo a la oligarquía porteña -sobre todo después de su victoria en Cepeda- y, sin embargo, prefirió la conciliación permitiéndole rehacer su poderío militar (Peña: La era de Mitre).


 


La alianza estratégica de fondo entre las burguesías terratenientes de Buenos Aires y del Litoral es lo que está detrás de las batallas de Cepeda (1859) y Pavón (1861), en las cuales, como señaló Halperin Donghi, ni Mitre ni Urquiza buscaron una lucha a muerte. Efectivamente, en Cepeda el triunfo de Urquiza no implicó un avance sobre Buenos Aires y una liquidación del mitrismo, sino un reconocimiento de Mitre como el interlocutor privilegiado en Buenos Aires y el encargado de organizar una integración "ordenada" en la Confederación. Más aún, Urquiza integró a mitristas al gabinete de la Confederación: Norberto de la Riestra, fervoroso mitrista y agente del capital inglés, fue nombrado ministro de Hacienda del gobierno de Derqui. A partir de este punto, la victoria de Buenos Aires era sólo cuestión de tiempo: en Pavón, lo de Urquiza fue una retirada "ordenada" que dejó el campo de batalla abierto para el avance de Mitre y su ejército sobre todo el interior… con la excepción de Entre Ríos, cuya autonomía y liderazgo se respetaron.


 


Todo esto es importante para refutar ciertos planteos del revisionismo que afirmaban o bien que Urquiza había representado la alternativa "nacional" y que fue derrotado, o bien que "traicionó" al resto del interior. Se trata, en realidad, de prestar atención a los intereses de clase. Milcíades Peña lo planteaba con claridad:


 


“¿A qué obedece esta claudicación urquicista? (…) Fue reiteradamente maniobrado y contramaniobrado por Mitre, que parecía a veces jugar con él, pero esto es lo que ocurre siempre cuando un político que representa intereses dispuestos a ir hasta el fin para lograr sus objetivos se enfrenta a otro que, como Urquiza, busca la conciliación y no desea entablar una lucha a muerte. Recordemos que Urquiza representaba a los estancieros entrerrianos, clase a la que él mismo pertenecía (…) Esta clase, y Urquiza a su frente, había sido aliada de la oligarquía porteña bajo Rosas, hasta que el monopolio aduanero y de los ríos, fuera de las nuevas posibilidades que se abrían en el mercado mundial, la movieron a romper con Buenos Aires y derrotar a Rosas. A partir de entonces, los estancieros entrerrianos se transforman en eje de la organización nacional, agrupando a todos los sectores del país interesados en impedir que la oligarquía porteña organizara a su modo la Nación (…) Pero la resistencia contra la oligarquía porteña se estaba tornando demasiado costosa para los estancieros entrerrianos, que no tenían por qué seguir jugándose junto al interior y al gauchaje si lograban un acuerdo con el patriciado porteño por el cual éste no se entrometiera en las cuestiones de Entre Ríos -es decir de Urquiza- si en compensación Urquiza dejaba librado a su suerte al interior del país y al gauchaje frente a los patacones y los batallones de Buenos Aires” (Peña: La era de Mitre).


 


Ya lo había dicho Alberdi, casi cien años antes, en un juicio lapidario sobre el ganadero entrerriano:


 


“¿Para qué dio Urquiza tres batallas? Caseros para ganar la presidencia, Cepeda para ganar una fortuna, Pavón para asegurarla. Acaba su vida como la empezó, por ser satélite de Buenos Aires. En Caseros derrocó el ascendiente tiránico de Buenos Aires sobre las provincias. Ese es el mérito de su victoria, no la caída de un hombre. En 10 años se lo ha devuelto todo y duplicado cuanto le quitó en 1852. Representó el nacionalismo argentino: hoy es el brazo zurdo del localismo de Buenos Aires contra la República Argentina” (Grandes y pequeños hombres del Plata).


 


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Con la derrota de Urquiza se reunificó a la Argentina bajo el mando de Buenos Aires, se reformó la Constitución y Mitre fue elegido presidente a partir de 1862. Es habitual que se presente ese momento como el inicio de la "pacificación" y estabilización del país, pero en realidad debería hablarse de su militarización a sangre y fuego. La propia asunción de Mitre fue un auténtico golpe de Estado: el presidente Derqui renunció y el general porteño fue nombrado "Encargado del Poder Ejecutivo Nacional", hasta que algunos meses después -con el país ocupado por sus ejércitos, Mitre ganó las elecciones presidenciales. Con la excepción de Entre Ríos, los ejércitos de Mitre avanzaron por todo el interior, derrotando militarmente a las últimas "montoneras" y estableciendo gobiernos de camarillas adictas en prácticamente todas las provincias. El decisivo avance de los ejércitos mitristas sobre el interior contrasta con la política timorata y de conciliación que habían tenido, una y otra vez, los ejércitos de la Confederación dirigidos por Urquiza, que nunca avanzaron sobre Buenos Aires después de derrotarla en varias batallas. La cuestión es ilustrativa de los límites de la burguesía entrerriana, absolutamente incapaz de llevar una lucha a fondo contra la de Buenos Aires por la sencilla razón de que compartía los mismos intereses sociales.


 


El papel histórico reaccionario del mitrismo queda de manifiesto, antes que nada, por su participación en la guerra de la "Triple Alianza" (1865-1870). Es correcto considerar a la Guerra del Paraguay como una continuidad de la propia guerra civil argentina. Así lo entendieron los más lúcidos de sus contemporáneos:


 


“La política actual del general Mitre no tiene sentido común si se la busca únicamente por su lado exterior. Otro es el aspecto en que debe ser considerada. Su fin es completamente interior. No es el Paraguay, es la República Argentina. (…) No es una nueva guerra exterior; es la vieja guerra civil ya conocida, entre Buenos Aires y las provincias argentinas, sino en las apariencias, al menos en los intereses y miras positivos que la sustentan” (J. B. Alberdi Historia de la Guerra del Paraguay).


 


A la militarización del interior argentino siguió la invasión de Venancio Flores al Uruguay -apoyado por Mitre- que sacó del poder a los blancos e implantó un gobierno afín al mitrismo y al Brasil; inmediatamente después vino la provocación al Paraguay y la guerra de la Triple Alianza. Luego del triunfo en Montevideo, el 20 de febrero de 1865, Flores declaró la guerra contra Paraguay. Mitre buscó evitar que la entrada en la guerra pareciera el resultado de una decisión de su gobierno: cuando Solano López "atacó" Corrientes luego de que se le denegase el paso de sus fuerzas por territorio argentino, logró hacer de su ingreso la respuesta a una "agresión" externa. La reacción ante la guerra es una nueva ilustración de los intereses de las distintas fuerzas sociales: mientras que Urquiza no dudó en solidarizarse con la "nación", las masas populares fueron abiertamente opositoras a la guerra impulsada por el mitrismo. Aunque es otro de los grandes temas "olvidados" por la historiografía contemporánea, hay que decir que se trató de una guerra completamente impopular; así lo demuestra, por ejemplo, el apoyo de la totalidad de los correntinos al ejército paraguayo, la deserción y la sublevación de los combatientes voluntarios o el desbande de los ejércitos de Urquiza.


 


El Tratado de la Triple Alianza -firmado en mayo de 1865 por el imperio brasileño, la oligarquía mitrista y los colorados uruguayos- establecía, entre sus puntos más importantes, quitarle al Paraguay la soberanía de sus ríos, repartirse una gran cantidad de su territorio y hacerle cargar la deuda de la guerra. Es que el Paraguay constituía un adversario peligroso para la oligarquía mitrista, así como para el imperio brasileño y para el capital inglés.


 


Geográficamente aislado e imposibilitado de comerciar con el exterior por el bloqueo impuesto por los puertos del litoral, había desarrollado a lo largo del siglo XIX una política proteccionista que fomentó el desarrollo industrial y puso en manos del Estado el comercio exterior, todo lo cual llevó a bloquear el desarrollo de una burguesía mercantil. Asimismo, la inexistencia del latifundio -la tierra también era monopolio estatal- contribuía al crecimiento de un mercado interno. El gobierno paraguayo, por otra parte, estaba políticamente alineado con los blancos uruguayos y con los federales argentinos.


 


Durante cinco años, las fuerzas de la oligarquía mitrista y el imperio esclavista brasileño destruyeron literalmente al único país que mantenía una relativa independencia económica en el cono sur: Paraguay perdió la mitad de su territorio, casi la totalidad de su población masculina fue masacrada y su territorio fue convertido en un mercado abierto al capital inglés y a la importación de mercaderías extranjeras a través del puerto de Buenos Aires. Tal es así que a poco de terminada la guerra cayó sobre el país su primer empréstito de los bancos británicos. Claro que todo se hizo en nombre de la "civilización".


 


Durante la guerra, la oligarquía porteña hizo grandes negociados con la llegada de empréstitos extranjeros, los cuales aumentaron el sometimiento del país al capital foráneo. Cuando la llegada de metálico comenzó a valorizar demasiado la moneda nacional, la burguesía terrateniente fundó la Sociedad Rural, en 1866, para reclamar una inmediata devaluación. La guerra socavó la popularidad de Mitre, quien fue reemplazado en 1868 por un candidato cuyo principal apoyo era el ejército en operaciones -Domingo Sarmiento. Desde luego, Alberdi no perdió la oportunidad para realizar un balance sobre la herencia dejada por Mitre:


 


“El gobierno de Mitre deja una negra memoria en nuestros anales: ochenta mil argentinos en la tumba, sesenta millones de pesos gastados en esas matanzas, la adquisición del cólera morbus, la desaparición de los archivos nacionales por dos incendios misteriosos, la enfeudación de la República al Imperio brasilero, y ni una, ni una sola, de nuestras viejas cuestiones orgánicas resuelta definitivamente. Pero no le faltarán admiradores…” (Epistolario).


 


Negociados, endeudamiento, devaluación y conspiraciones militares: la guerra del Paraguay marcó a fuego las características de la burguesía "argentina", que se estructuraba como tal con las manos manchadas de la sangre del pueblo latinoamericano y entregada al capital extranjero. Durante las presidencias "históricas" de Mitre (1862-1868), Sarmiento (1868-1874) y Avellaneda (1874-1880), se estructuró el Estado nacional, así como una burguesía de características "nacionales", en tanto se iban imbricando los intereses de las distintas oligarquías regionales, siempre bajo la batuta del capital extranjero y con el predominio de los terratenientes bonaerenses, interesados en la exportación agropecuaria e incapaces de asegurar ningún tipo de desarrollo nacional. La guerra del Paraguay y la represión a las últimas montoneras permitió constituir un ejército, "pacificar" el interior y disciplinar la mano de obra. Los tendidos ferroviarios unificaron el país, pero estuvieron lejos de promover la conformación de un mercado interno desarrollado dado que se estructuraron en forma de abanico, con el único objetivo de sacar la producción exportable y hacer ingresar las importaciones. Con respecto a las fronteras, mientras la guerra del Paraguay delimitó los límites en el norte, las incursiones contra los indígenas en el sur de Buenos Aires y luego en la Patagonia permitieron ensanchar las dimensiones de los latifundios y definir los límites con Chile. La deuda externa de la Confederación fue "nacionalizada" por el gobierno mitrista.


 


* *


Los años de la llamada "organización nacional" consolidaron la Argentina agroexportadora, de la mano de la consolidación del latifundio y el estrechamiento de los lazos con el capital extranjero -fundamentalmente inglés. Hacia fines de la década de 1870, el latifundio encontró una nueva patria en la Patagonia: a medida que le expropiaba la tierra a los indígenas,


 


Roca la entregaba a la oficialidad del Ejército y a los miembros de su familia. Se inició así un ciclo de fabulosa especulación con las tierras que finalizaría estrepitosamente en 1890. La "relación carnal” entre el Estado argentino y el imperialismo inglés cobró fuerza; las inversiones de capital inglés se dieron por tres vías: los préstamos al Estado, las inversiones directas en obras públicas -ferrocarriles, puerto, etc. – y la especulación con tierras, títulos, acciones. Hacia fines del siglo XIX, Argentina era el país latinoamericano con mayores inversiones inglesas, el que más comercio poseía con dicha metrópoli y quien seguía con más celo las prerrogativas políticas de Inglaterra.


 


Con el Bicentenario se han vuelto a poner de moda planteos ya trillados que sostienen que hacia el primer Centenario (1910), Argentina era una potencia mundial y la burguesía argentina una candidata a alcanzar a las de las metrópolis capitalistas. Se trata de una tergiversación interesada de la realidad que intenta, por lo general, buscar las causas del atraso argentino en el "populismo" posterior y de presentar falsamente a la Argentina de 1910 como un país "armónico" y económicamente desarrollado. No hay tal cosa. En verdad, la burguesía argentina sólo logró constituirse como tal en los comienzos de la etapa imperialista del capitalismo. Como planteó Milcíades Peña, "cuando todavía no estaba plenamente resuelto el problema de la unidad nacional, la Argentina comenzó a enfrentar el problema de la soberanía nacional" (Alberdi, Sarmiento, el ’90). Los procesos de "unificación nacional" y "consolidación del Estado" estuvieron constreñidos por la penetración imperialista, que bloqueó cualquier posibilidad de desarrollo nacional independiente. El gran desarrollo económico que tuvo lugar en las últimas décadas del siglo XIX y comienzos del siglo siguiente se dio en el marco de la dependencia del país al capital inglés: el propio Lenin, en El Imperialismo, usó a la Argentina como ejemplo de los países que, aunque mantenían su independencia formal, estaban sometidos al capital extranjero.


 


El punto es que ese mismo desarrollo económico deformado y dependiente, por otra parte, era el que promovía la llegada de inmigrantes y contribuía a la conformación de una clase obrera. El mismo desarrollo desigual y combinado (Trotsky) explica tanto la debilidad de la burguesía argentina como la estructuración social y política de la clase obrera en un muy breve lapso de tiempo, recorriendo en pocos años las etapas que en Europa habían llevado décadas. El inicio del siglo XX encontró, por lo tanto, a la burguesía argentina definitivamente estructurada como una socia menor del imperialismo y a la clase obrera como un actor irreemplazable de la vida del país: hace ya un siglo que el desarrollo nacional es una tarea que sólo pueden resolver los trabajadores, en el marco de la lucha por la unidad socialista de América Latina.

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