En noviembre pasado, durante la mayor operación militar urbana desde la guerra de Vietnam, las tropas norteamericanas destruyeron la ciudad de Fallujah con el declarado objetivo de “extirpar la resistencia”. Miles de civiles fueron asesinados por los bombardeos indiscriminados; decenas de miles fueron obligados a huir. Los “marines” cantaron victoria en medio de las ruinas de la ciudad y pilas de cadáveres.
Ocho meses después, a pesar de que los marines establecieron un verdadero “estado policial”, “la insurgencia vuelve a crecer en Fallujah” y las tropas de ocupación “no logran tener el control” (El País, 16/7).
En las últimas semanas, estallaron al menos cuatro coches bomba y dos de las cinco fortalezas policiales fueron objeto de ataques.
La resistencia crece conforme vuelve la población desplazada; “…después de la injusticia con que las fuerzas estadounidenses e iraquíes trataron a los residentes de la ciudad, ahora (los pobladores) prefieren a la resistencia” (ídem).