Naciones y nacionalismo desde 1780 de Eric Hobsbawn


Con sus traducciones al castellano y al portugués (1), el lector latinoamericano tiene acceso ahora a una obra importante de Eric Hobsbawn: “Naciones y nacionalismo desde 1780. La importancia del tema es obvia. El autor, a su vez, es considerado como uno de los principales especialista3 del mundo en historia contemporánea. Vinculado tiempo atrás al PC inglés, Hobsbawm rompió con él, al igual que otros destacados intelectuales de ese partido, que realizaba una importante tarea de investigación historiográfica: Edward P. Thompson (The mala ng the english working class), Perry Anderson (Lin-hagens do Estado Absolutista, Passagens da antiguida-¿e para o feudalismo), Christopher Hill (Reform to Industrial Revolutión, O mundo de ponta-cabepa) y otros.


 


Además de estar vinculados a New Left Review, otra característica común de estos autores (que tenían divergencias entre sí hubo una célebre polémica entre Thompson y Anderson) fue la de romper con el dogmatismo staliniano contraponiéndole un análisis de la realidad histórica basado en una enorme erudición. Los trabajos de Hobsbawn (“A era das revolufoes 1789-1848”, “A era do capital 1848-1875” y “Aera dos imperios 1875-1914”) son hoy manuales en universidades del mundo entero, trabajos de síntesis histórica basados en una enorme masa de conocimientos. Fue sobre la base de esa producción intelectual que Perry Anderson llegó a afirmar que la ‘crisis del marxismo” era un fenómeno específicamente latino, dado que el marxismo evidenciaba una buena salud en los países anglosajones (2).


 


Se configuró así una especie de “marxismo académico”, para el cual, según una opinión típica, “Eric J. Hobsbawm puede ser considerado el mayor historiador vivo contemporá-neo” (3). Resta saber si, además de su erudición, la obra constituye una verdadera superación teórica del stalinismo, o sea, si es marxista. La primera característica del libro que comentamos es, justamente, la extraordinaria cantidad de investigaciones históricas recientes en que se apoya, y a las cuales Hobsbawm, como en otros trabajos, procura sintetizar.


 


Nacionalidades


 


Los tres primeros capítulos, que serán leídos con gusto, se refieren a los procesos de formación de las nacionalidades y del Estado-Nación, en Europa. Lo que queda, sin embargo, es una impresión puramente negativa: la base de la formación de las naciones no fue étnica ni lingüística. Las naciones modernas, sin excepción, se constituyeron sobre una base pluriétnica (frecuentemente dividiendo una etnia entre varias nacionalidades). En cuanto al idioma: “Los idiomas nacionales son siempre construcciones semi-artificiales y, a veces, virtualmente inventados(…) son lo opuesto a lo que la mitología nacionalista pretende que sean — las bases fundamentales de la cultura nacional y los moldes de la mentalidad nacional” (pp. 70-71). Algo que ya sabíamos a partir de las mejores investigaciones recientes: en el caso ejemplar de Francia, por ejemplo, el francés sólo se transformó en lengua nacional (superando a las lenguas y dialectos regionales) apenas un siglo después de la Revolución Francesa (o sea, de la constitución de la nación) gracias a la alfabetización en masa y a la escuela primaria laica, gratuita y obligatoria, o sea, gracias al Estado (4).


 


Hobsbawm descarta toda problemática etimológica (no menciona que “nationes” fue un término usado inicialmente por los romanos para referirse a “otros pueblos”, que posteriormente pasaron a ser designados por el término griego “barbaros”) y llega a la conclusión de que el significado moderno del término fue, inicialmente, político. Digamos que, en sus comienzos, el movimiento obrero internacionalista ya constataba que la base de la nación no era étnica: “Casi todas las grandes naciones deben separarse de una fracción de su propio cuerpo, desprendida de la vida nacional e incorporada a la vida nacional de otro pueblo, al punto de no pretender volver a su cuerpo original” decía la Primera Internacional (5).


 


Hobsbawm, sin embargo, se queda ahí, y no nos dice cuál es la base histórica real de la nación, situada en la economía capitalista victoriosa contra el feudalismo anacrónico. La disgresión étnico-linguística sirve para descartar la definición restrictiva, idealista e históricamente inexacta dada por Stalin: “Una nación es una comunidad históricamente constituida y estable, formada sobre la base de una lengua común, de un territorio, de una vida económica y de una cultura psicológica manifestada en una estructura común. Basta que una de estas características falte, para que la nación deje de serlo”(6).


 


En la tentativa de contraponerse al idealismo dogmático staliniano, Hobsbawm, como todo el “marxismo académico”, cae en una especie de relativismo, donde los factores no se jerarquizan mutuamente, culminando en una incapacidad para explicar nada. Una verdadera definición marxista de nación debe ser histórica: “Las unidades políticas y sociales de la antigüedad no eran más que naciones en potencia. La nación, en un sentido estricto, es un producto directo de la sociedad capitalista, que surge y se desarrolla donde surge y se desarrolla el capitalismo (…) La burguesía tiende a constituir un Estado nacional porque es la forma que mejor corresponde a sus intereses y que garantiza un mayor desarrollo de las relaciones capitalistas. Los movimientos de emancipación nacional expresan esa tendencia (…) representan un aspecto de la lucha general contra las sobrevivencia feudales y por la democracia (…) Cuando la creación de grandes Estados corresponde al desarrollo capitalista o lo favorece, constituye un hecho progresivo” (7).


 


La nación, como todo fenómeno histórico, solamente puede ser comprendida a partir de la infraestructura económica de la sociedad. Esto no significa eliminar la mediación del proceso histórico: “La emergencia de nuevas comunidades calificables como nacionales comenzó a ocurrir en Europa, al final de la Edad Media, gracias a una convergencia singular de diversos factores históricos, desfavorables simultáneamente al mantenimiento de la cohesión étnica y al predominio de una entidad religiosa globalizante. De hecho, la Europa medieval era la única parte del mundo donde, por largo tiempo, había prevalecido completamente esa atomización del poder político entre una multitud de principados y señoríos que llamamos feudalismo. En el mismo período, los imperios y reinos de China, de India, de Persia y de vastas regiones de Africa permanecían como Estados, si no fuertemente centralizados, al menos suficientemente unidos como para que no puedan ser calificados de feudales” (8). Fue en esas condiciones históricas objetivas que se constituyó el factor subjetivo (los movimientos nacionales encabezados por la burguesía, o por su fracción revolucionaria) que hizo de palabras como "Estado”, “Nación” y “Pueblo”, sinónimos, aunque designificados diferentes (Hobsbawm se queja de la confusión hecha inicialmente entre esos términos, sin percibir el trasfondo histórico de la "confusión”), factor sin el cual es imposible el surgimiento de cualquier creación histórica, toda vez que las leyes de la historia no se verifican automáticamente (como las leyes, por ejemplo, de física) sino a través de la lucha de los hombres, con mayor o menor grado de conciencia. La nación se fue elaborando lentamente, entre los siglos XV y XVIII, gracias a una alianza entre la potencia política de la monarquía (Estados absolutistas) y el creciente poder económico y social de la burguesía; alianza que, por su propia dialéctica interna, se desdobló, transformándose en un conflicto, al final del cual la burguesía destruyó al Antiguo Régimen y se erigió en nueva clase dominante, dotándose de un nuevo Estado, el Estado-Nación.


 


Marxismo


 


Solamente interpretando las naciones a partir de su base económica es posible comprender el fenómeno (constatado apenas empíricamente por Hobsbawm) de la universalización de la nación, o sea, de la difusión mundial de la aspiración a la construcción de Estados nacionales, difusión que tiene por base el propio carácter tendencialmente mundial de la producción capitalista, desde sus comienzos. La constitución de un factor subjetivo, sin embargo, no se desprende mecánicamente de esa base económica, sino que toma en cuenta también factores históricos acumulados y decantados a lo largo de los siglos, que son el propio basamento (Trotsky losllama “condiciones estructurales”) del desarrollo capitalista. Los marxistas se opusieron desde el comienzo a la ficción burguesa del “principio de las nacionalidades”, que “pretende dar derecho de existencia nacional independiente a los numerosos restos de pueblos que aparecen en el escenario histórico durante un período más o menos largo, y que fueron absorbidos definitivamente por naciones más poderosas que, gracias a su vitalidad, vencieron todos los obstáculos”. Contra esto, Engels citaba el ejemplo “de los romenos de Valaquia, que nunca tuvieron historia ni la energía necesaria para tenerla, y que tendrían la misma importancia que los italianos, dotados de una historia de dos mil años y de una vitalidad nacional incomparable” (9).


 


Nos encontramos en el medio de la famosa y controvertida cuestión de los “pueblos históricos” (aquellos que tuvieron la energía suficiente para constituirse en Estado en los períodos históricos pre-capitalistas) y de los “pueblos sin historia” (carentes de esa característica), nacida de los trabajos de Marx y Engels durante la revolución de 1848, y cuya simple existencia revela claramente que el marxismo nada tiene de un simple determinismo económico. Para ilustrar la pobreza teórica del trabajo de Hobsbawm basta decir que pasa por encima de esta cuestión (y también por encima de los fundamentales debates habidos en la II Internacional sobre la “cuestión nacional”) y que se limita a disculpar a Engels (“totalmente equivocado con respecto de los checos y “otros pueblos”) por ser “un puro anacronismo criticarlo por su postura esencial (la del derecho nacional de los pueblos históricos”) la cual era compartida por cualquier observador imparcial de mediados del siglo XIX” (p. 46).


Hobsbawm asemeja así al marxismo con el liberalismo burgués, y lo descarta como perspectiva teórica: es el anti-dogmatismo transformado en dogmatismo al revés, por obra y gracia de la erudición académica.


 


Diversos autores se han quejado de la inexistencia de una teoría marxista de la nación (o del Estado en general). Generalmente se olvida: 1) Que Marx y Engels abordaron la cuestión nacional a partir de un principio de clase (el proletariado) y social (el comunismo) superador de la nación, o sea, superador de la organización política de las relaciones capitalistas de producción; 2) Se olvida también lo que fue resumido en la juiciosa observación de Georges Haupt: “Se silencia un hecho capital: que las elaboraciones teóricas marxistas, previas a la Primera Guerra Mundial, se hicieron dentro de un movimiento largo y difícil, en el cual se operó un desplazamiento del tema, de la periferia al centro, desplazamiento debido tanto a la madurez del pensamiento marxista como a la eclosión del fenómeno nacional, y su encausamiento a partir de 1848” (10).


 


Para Engels, todo el desarrollo de la cuestión nacional a lo largo del siglo XIX dejó en claro que “sin autonomía y la unidad de cada nación, no habrá ni unión internacional del proletariado ni la tranquila e inteligente cooperación de esas naciones (…) Para un pueblo es históricamente imposible discutir seriamente cualquier cuestión en tanto está ausente la independencia nacional” (11) (citas de 1882 y 1893). Para el marxismo, la cuestión nacional nunca fue la de la homogeneidad étnica o lingüística en un solo Estado, sino la del desarrollo de las fuerzas productivas sobre la base histórico-natural de la nación y, a través de ello, el desarrollo de la clase obrera y de una vida política interna, o sea, de la lucha de clases. Las cuestiones nacionales no resueltas y la opresión nacional fueron siempre, para Marxy Engels, obstáculos al desarrollo de las fuerzas productivas y de la democracia (o sea, al libre curso de la lucha de clases). La posición marxista fue resumida así por Andrés Nin: “Actitud democrática consecuente frente a los movimientos de emancipación nacional. Apoyo incondicional a todo lo que tengan de progresivo y que sirva a los intereses generales del proletariado. Afirmación, al mismo tiempo, de la unidad de la clase explotada, por encima de los intereses nacionales. Todo desvío, en ese aspecto, del democratismo consecuente, es considerado un desvío burgués y reaccionario, así como todo desvío de los principios de unidad proletaria es una manifestación de influencia burguesa, una sobrevivencia del nacionalismo burgués. Marx y Engels reaccionaron enérgicamente contra los que, como Proudhon, consideraban, en nombre de un internacionalismo abstracto, que la cuestión nacional era un prejuicio burgués, así como contra aquéllos que subordinaban la causa del proletariado a los intereses nacionales” (12).


 


Esto no significa aceptar acríticamente todas las posiciones tomadas por Marx y Engels frente a problemas nacionales concretos. En las luchas nacionales de mediados del siglo XIX, Marx y Engels apoyaron la destrucción de los imperios multinacionales y la constitución de grandes nacionalidades (Inglaterra, Francia, Italia, Alemania, Hungríay Polonia). Rechazaron en bloque las aspiraciones nacionales de los pueblos eslavos del Imperio Austro-Húngaro y del Imperio Ruso (excepción, claro está, de Polonia). Esta posición no fue confirmada por la historia, en especial en el caso de Checoslovaquia, que conocería un importante desarrollo capitalista. En el más importante trabajo crítico al respecto, Román Rosdolsky sostiene que “esa concepción (que remonta a Hegel) era insostenible y estaba en contradicción con la concepción materialista de la historia que el propio Engels contribuyó a crear, porque en lugar de derivar la esencia de las luchas entre nacionalidades y de ios movimientos nacionales de las condiciones materiales de vida y de las relaciones de clase (continuamente cambiantes) de los pueblos, encontraba su “última ratio en el concepto de ‘viabilidad nacional’, con resonancias metafísicas y que no explican absolutamente nada (13). El autor lo vincula con el error, admitido por Marx y Engels, respecto a las posibilidades de expansión del desarrollo capitalista después de las revoluciones de 1848, o sea como consecuencia de eso; que Marx y Engels creían que sería más rápido el ritmo histórico del paso del período de terminación de la formación de las naciones a un período de unificación de aquéllas a través de la revolución socialista.


 


Algo muy diferente es la crítica del “pos-marxismo” latino-americano, que pretende dotarse de una identidad teórica a partir de un abuso. Las nociones de “pueblos históricos” y “pueblos sin historia” tenían sentido en el período de revoluciones nacionales europeas, cuando ambos pueblos estaban en contacto y choque directo, en la lucha contra el feudalismo y los imperios multinacionales. Cualquiera que sean las críticas, es imposible extrapolar de ellas la idea de que “aunque Marx y Engels nunca habían aplicado la expresión “pueblos sin historia” (a los latino-americanos), ella evidentemente subyacía en todos sus juicios y apreciaciones sobre el proceso socio-histórico de América Latina (…) Las verdaderas causas de su aproximación prejuiciosa a la realidad latinoamericana remiten al propio sello del aparato conceptual marxista” (14). Esta super-simplificación, a partir de una extrapolación abusiva, no sólo no ayuda a entender los discutidos fragmentos de Marx y Engels sobre América Latina (por ejemplo, sobre Bolívar o sobre la anexión de parte de México por los EEUU), sino que también pretende responsabilizar al propio marxismo por la impotencia del marxismo latino-americano y, de paso, cuestionar al propio marxismo a partir de escritos secundarios: mucha imaginación y ningún rigor científico.


 


Imperialismo


 


El cuarto capítulo del libro de Hobsbawm enfoca “Las transformaciones del nacionalismo: 1870-1918”. Culminado el proceso de formación de las grandes naciones capitalistas, su nacionalismo cambia de carácter: “El nacionalismo étnico recibió enormes refuerzos, en términos prácticos, a través de la creciente y masiva migración geográfica; en la teoría, por la transformación de la raza en un concepto central de las ciencias sociales (…) sin mencionar una situación internacional que proveía abundantes disculpas para sostener manifestaciones de hostilidad hacia los extranjeros” (pp.131-132). Al final del período (la conflagración mundial 1914-1918) el nacionalismo europeo ya no es más “un sustituto más suave para la revolución social (sino) la matriz del fascismo” (p. 153) Como en los capítulos anteriores, Hobsbawm se ahorra analizar la base histórico-económica de estas transformaciones.


 


La transformación del nacionalismo democrático, antifeudal y progresista de la primera mitad del siglo XIX en el nacionalismo agresivo, exclusivista, reaccionario y racista de la segunda mitrad, tiene sus raíces en un doble proceso: 19 la transformación de la burguesía en clase contrarrevolucionaria a partir del surgimiento del proletariado como clase independiente en el escenario europeo, en las revoluciones de 1848, en especial en las jornadas de junio en París. Marx analizó, sobre la base de esta transformación, el fracaso de la revolución democrática en Alemania (Hobsbawm ni menciona esos hechos, tampoco los célebres análisis de Marx); 2) El proceso de concentración y centralización de los capitales en los países de capitalismo avanzado, donde el monopolio tiene a sustituir la libre competencia, así como la exportación de capitales y la exportación de mercaderías en dirección al mundo atrasado. Cambio que da lugar al “imperialismo, que es la fase superior del desarrollo capitalista. En los países avanzados, el capital rebasó el marco de los Estados Nacionales, sustituyó la competencia por el monopolio, creando las premisas objetivas para la realización del socialismo” (15). El nacionalismo burgués de las naciones capitalistas se arma contra esa perspectiva, que se realiza subjetivamente con el avance de la organización y de la consciencia del movimiento obrero, en el último cuarto del siglo XIX.


El imperialismo adquiere necesariamente un carácter agresivo y racista, que conduce a la guerra contra las nacionalidades oprimidas y a la guerra mundial. Debido a las desigualdades del desarrollo capitalista mundial, le tocó al nazismo alemán expresar al máximo esas características, pero no debido a alguna peculiaridad “nacional”: el irracionalismo hitleriano reconoce sus fuentes en la Francia “democrática”, donde el conde de Gobineau elabora las tesis de la superioridad racial y donde se desenvuelve por primera vez el antisemitismo de Estado (caso Dreyfuss). Frente al desarrollo internacional de las fuerzas productivas, el nacionalismo se convierte en un anacronismo reaccionario, refugiado en los más viejos prejuicios elaborados por la humanidad: “En el terreno de la economía contemporánea internacional por sus relaciones e impersonal por sus métodos, el principio de raza parece surgido de un cementerio medieval (…) Para elevar a la nación por encima de la historia, se le da el apoyo de la raza” (16). 


Cabe destacar que Marx y Engels se anticiparon a estos desarrollos. Después de las transformaciones referidas, Marx y Engels volvieron a apreciar el problema nacional: “Marx no aprobaba la formación de Estados nacionales pequeños, y esto está ilustrado por su actitud (contraria) a la independencia irlandesa (…) Confiaba en que las naciones mayores y avanzadas, en especial Inglaterra, instaurarían el socialismo y emanciparían después políticamente a las naciones pequeñas y atrasadas, conduciéndolas por el camino del progreso económico y social. Esta opinión cambió en las décadas de 1850 y 1860. No hubo revolución en Inglaterra, y Marx, invirtiendo el orden anterior, sintió que la liberación irlandesa debía preceder al socialismo inglés” (17). No se trató de un cambio puntual, “irlandés”, sino de una comprensión del nuevo carácter de la cuestión nacional, a partir de la constitución de las grandes naciones capitalistas. En carta a Kugelmann, Marx, afirma: “estoy cada vez más convencido de que la clase obrera inglesa no podrá hacer nada decisivo en Inglaterra en tanto no separe su política respecto a Irlanda de la política de las clases dominantes; en tanto no haga causa común con los irlandeses; en tanto no tome la iniciativa de disolverla Unión establecida en 1801, sustituyéndola por una libre relación federal. Esto debe ser hecho, no por simpatía con Irlanda, sino como exigencia de los intereses del proletariado inglés”. Ya en la década de 1860, Marx verá en Irlanda, “la clave de la solución de la cuestión inglesa, la cual es, a su vez, la llave de la solución de la cuestión europea”.


 


En 1864, en la fundación de la Primera Internacional, uno de los ejes, divisoria de aguas en el movimiento obrero europeo, será la toma decidida de posición en favor de la independencia de Polonia contra el imperio zarista: es la lucha en favor de las nacionalidades oprimidas, sea por las grandes naciones capitalistas, o por los imperios multinacionales con sobrevivencias feudales. Veinte años después, Engels escribiría: “Dos naciones europeas tienen no sólo el derecho, sino el deber de ser nacionalistas antes de transformarse en internacionalistas: Irlanda y Polonia. Estas naciones alcanzarán el máximo internacionalismo, cuando sean genuinamente nacionalistas” (18). René Gallissot constata que “desapareció la distinción entre naciones históricas y pueblos sin historia, de modo tal que una revolución democrática desembocará en la liberación de las nacionalidades” (l9).


 


Se trata de mucho más que eso: se trata de la progresiva elaboración de una estrategia para la revolución proletaria, europea y mundial. No es por azar que los debates más violentos al interior de la II internacional se den en torno de la “cuestión nacional y colonial0. El fenómeno ya observado por Marx en el proletariado inglés en relación a la cuestión irlandesa, alcanzó entonces proporciones europeas, influyendo en la propia social democracia: un ala de la social democracia alemana (David) se proclamó abiertamente, “social imperialista”, en tanto el “austro-marxismo” (Otto Bauer) proponía una “autonomía cultural” para las nacionalidades oprimidas, lo que Lenin llamó una “teorización refinada del nacionalismo”. El derrumbe nacionalista de la Segunda Internacional durante la primera guerra mundial tiene sus antecedentes teóricos.


 


En el medio de esos debates y choques, tocó al bolchevismo destacarse como fracción revolucionaria, no sólo defendiendo los intereses históricos del proletariado sino también incorporando todo el acervo teórico del marxismo, Ia interpretación teórica de la nueva era del capital, la política revolucionaria del bolchevismo, que le permitió liderar victoriosamente la Revolución de Octubre, estaba apuntalada en una interpretación teórica global de la época del capital financiero (el imperialismo), que destacó como su característica esencial la división del mundo entre naciones opresores y naciones oprimidas (esto es, la forma en que el capital unificó al mundo bajo su dominio) con todas sus implicancias para la estrategia revolucionaria.  El objetivo del socialismo no es solamente la eliminación del particularismo estatal y de todo aislamiento de las naciones, sino también su fusión. Pero para alcanzar ese objetivo debemos exigir la liberación de las naciones oprimidas. Así como la humanidad sólo puede llegar a la abolición de las clases a través del período de transición de la dictadura de la clase oprimida, sólo se puede llegar a esta inevitable fusión de las naciones a través del período de transición de una completa liberación, esto es, la libertad de secesión de todas las naciones oprimidas” (20).


 


No se trata, por lo tanto, de una posición aislada, fruto de la “intuición política”, sino de un aspecto integral de una estrategia revolucionaria internacional de transición al socialismo, con profundos sustentos programáticos. En palabras de Lenin: “Igualdad completa de derechos para todas las naciones, derecho de las naciones a disponer libremente de su destino, fusión de los obreros de todas las naciones: ése es el programa que el marxismo y la experiencia de Rusia y del mundo entero enseñan a los obreros”. Para Hobsbawm, la cuestión nacional fue apenas un elemento que “Lenin, con su habitual ojo penetrante para las realidades políticas, transformó en uno de los fundamentos de la política comunista en el mundo colonial” (p. 147). O sea, que el antimperialismo sería apenas un elemento empírico, aislado y accidental, de una política con otros fines que el fin de la opresión nacional.


 


Esta incomprensión absoluta de la dialéctica de la cuestión nacional (y de su asimilación por el bolchevismo) tiene su raíz en la ausencia de la noción de imperialismo en su análisis de las naciones: el imperialismo, simultáneamente, unifica la economía mundial creando las bases materiales para la superación de los Estados nacionales, pero hace esto con métodos tan anárquicos, que exacerban la opresión nacional en todos los planos, tornando más vigente que nunca la lucha por la emancipación nacional, con total independencia del carácter del régimen político de los países coloniales y semicoloniales (que tienden a ser dictatoriales justamente debido a la necesidad que crea el mantenimiento de la opresión imperialista). Hobsbawm ignora esto. Para él, debido al carácter mundial de la economía actual, una nación no pasa de una “comunidad imaginaria”. Pero constata: “El llamado en favor de una comunidad imaginaria de la nación parece haber vencido todos los desafíos, sobre todo en aquellos lugares donde las ideologías están en conflicto. Qué otra cosa podría haber lanzado a Argentina y a Inglaterra a una loca guerra por un pantano y un pastizal accidentados y ásperos sino la solidaridad humana de un ‘nosotros’ imaginario, en oposición a ui ‘ellos’ simbólico” (p.195). Hobsbawm no sabe, porque ignora en la guerra de las Malvinas (además de sl dudosa interpretación de la importancia de las islas, que no está de acuerdo con los estrategas militares) el ataque del dispositivo militar imperialista (la OTAN) contra una nación oprimida.


 


El stalinismo significó la negación teórica y política del leninismo, porque fue la expresión de una capa social ajena y hostil al proletariado (la burocracia). Pero el virus stalinista la presión de los aparatos) afectó a mucha gente, sobretodo en la segunda posguerra, inclusive corrientes de izquierda, hasta “trotskistas”. De allí su incomprensión de la política antimperialista bolchevique, y su perpetua oscilación entre el seguidismo a la burguesía nacional y el neutralismo pro-imperialista, éste último ha sido la característica de casi toda la izquierda mundial (inclusive, insistimos, “trotskista") en el conflicto de las Malvinas y, más recientemente, en la guerra del Golfo Pérsico. La Tendencia Cuartainternacionalista (y el Partido Obrero) por el contrario, se distinguió, en sus documentos programáticos, por la asimilación de la herencia bolchevique (marxista) sobre la era imperialista del capital: “En esa época, en que el movimiento revolucionario de las colonias coincide objetivamente con el movimiento de la revolución proletaria mundial, la relación entre el trotskismo y los auténticos movimientos revolucionarios antimperialistas puede definirse en los términos del Manifiesto Comunista: 1) en las diversas etapas del desarrollo de la lucha contra el imperialismo, los trotskistas representan siempre en todos lados los intereses del movimiento en su conjunto, esto es, por la emancipación, no sólo nacional, sino de toda forma de explotación; 2) en cada lucha nacional combaten por la unidad del movimiento revolucionario colonial con el proletariado internacional” (21).


Las tendencias objetivas del imperialismo chocan necesariamente con las tendencias subjetivas de la nacionalidad oprimida, creando (así como el capitalismo crea su sepulturero, el proletariado) el “sujeto de la autodeterminación”. Como fue bien observado: “(Para Lenin) donde existe un movimiento popular ‘que siente ser otra nación”, ya está definido el sujeto de la autodeterminación. A diferencia de los autores que van tomando distintos trazos diferenciados para calificar su especificidad nacional, Lenin enfatiza una descripción amplia de las modalidades de protesta” (22). Para el proletariado, se trata de conquistar un lugar dirigente en el movimiento nacional antimperialista, haciendo el eslabón con la lucha socialista mundial de la clase obrera.


 


Nacionalidad y Socialismo


 


De lo dicho hasta aquí queda claro que la política puesta en práctica por la Revolución de Octubre (la independencia de las nacionalidades oprimidas por el Imperio Ruso) no fue un mero recurso táctico (nocivo, según Rosa Luxemburgo, alos intereses de la revolución) sino que estaba basada en razones estratégicas de principio. Se comprende el juicio de Trotsky: “Sean cuales fueren los destinos ulteriores de la Nación Soviética, la política nacional de Lenin ingresó para siempre en la materia sólida de la humanidad” (23).


 


El stalinismo debutó rompiendo con el leninismo en torno de la cuestión nacional (Stalin llegó a criticar al moribundo Lenin, en el Politburo, por “liberalismo nacional”), al favorecer una política chauvinista gran-rusa para resolver el conflicto con los comunistas georgianos. Lenin rompió con Stalin, escribiendo que “nada atrasa tanto el desarrollo y la consolidación de la solidaridad de clase como la injusticia en el terreno nacional. Nada ofende tanto al componente de una nacionalidad como el ataque al sentimiento de igualdad por sus camaradas proletarios, aunque lo hagan por negligencia” (24). Plenamente desarrollado, el stalinismo iría aún más lejos, pasando déla “negligencia” a la opresión burocrático-nacional (rusa), incluyendo deportaciones y asesinatos en masa.


 


Hobsbawm comete un espectacular abuso histórico afirmando que el final de la I Guerra Mundial presenció la victoria de la “ideología leninista-wilsoniana” de autodeterminación nacional. Asemejar la política de Lenin (la revolución) a los 14 puntos de Woodrow Wilson (presidente de los EEUU) por su semejanza formal, no es sólo olvidar el ataque de todas las potencias imperialistas contra la naciente URSS, sino también ignorar la utilización, por primera vez a escala mundial, de la política democratizante (la autodeterminación nacional equivale a la democracia en el terreno de las relaciones internacionales) como arma contra la revolución. Fue en torno de los “14 puntos” que se soldó la alianza histórica entre la social democracia europea y el imperialismo yanqui, baluarte decisivo de la contrarrevolución en la primera pos guerra (Alemania, Plan Dawes + SPD= contrarrevolución democrática, que preparó el camino del nazismo…).


 


En las naciones del Imperio Ruso momentáneamente “autodeterminadas” por el imperialismo en la primera pos guerra (Ucrania, Georgia, etc.) y gobernadas por los mencheviques (social-democracia) la política seguida fue lo contrario de la democracia (represión salvaje) y de independencia nacional (ocupación militar por tropas alemanas y francesas). Fue justamente en el curso de la guerra civil en Georgia, contra el “democratismo” imperialista, que Trotsky precisó la dialéctica de la autodeterminación nacional y la revolución social: “La República soviética, contra el imperio zarista soldado por la violencia y la opresión, proclamó abiertamente el derecho a la auto-determinación de los pueblos, y la libertad para que se constituyan en Estados nacionales independientes. Entendiendo la importancia de este principio para la transición al socialismo, nuestro partido no lo transformó, sin embargo, en dogma absoluto, superior a todas las tareas históricas. El desarrollo económico actual de la humanidad tiene un carácter profundamente centralizado. El capitalismo creó las premisas esenciales para la realización de un sistema económico mundial único. El imperialismo no es sino la expresión de rapiña de la necesidad de unidad y dirección para toda la vida económica del planeta (…) El principio de autodeterminación de los pueblos no está por encima de las tendencias unificadoras propias de la economía socialista. Ocupa en el curso del desarrollo histórico el lugar subordinado que también corresponde ala democracia. Pero el centralismo socialista no puede tomar inmediatamente el lugar del centralismo imperialista. Las naciones oprimidas deben tener la posibilidad de relajar sus miembros anquilosados por el yugo capitalista (…) Pero la impotencia económica de esos compartimentos estancos que son los diversos Estados nacionales se revelan en toda su extensión a partir del nacimiento de cada nuevo Estado nacional (…) La revolución social victoriosa dejará a cada grupo nacional la facultad de resolver los problemas de cultura nacional, pero unificará — en beneficio de los trabajadores y con su acuerdo— las tareas económicas cuya solución racional depende de las condiciones históricas y técnicas naturales, no de la naturaleza de los grupos nacionales (…) La independencia nacional es una etapa histórica, frecuentemente inevitable, en dirección a la dictadura del proletariado, que, en virtud de las leyes de la estrategia revolucionaria manifiesta, inclusive en la guerra civil, tendencias profundamente centralistas, opuestas al separatismo nacional y coincidentes con las necesidades de la economía socialista racional del futuro” (25).


 


La lucha de los pueblos y nacionalidades oprimidas de la ex-URSS (que tienen hoy infinitamente menos posibilidades de crear naciones independientes délo que tenían en 1917), contra la opresión burocrática gran-rusa (presente hoy en la CEI a través de las pretensiones imperiales de los ex-stalinistas, que comandan la Federación Rusa) sigue un curso objetivamente semejante al descripto, siendo uno de los puntos de apoyo del proletariado soviético contra la restauración capitalista. Despreciarla, como hace Hobsbawm, en nombre de que “ lo que los nuevos Estados europeos harían sería solicitar la admisión en la CEE, que una una vez más a limitar sus derechos soberanos (p. 209) equivale a apoyar a los opresores nacionales y restauracionistas de hecho, a los yeltsin y Cía, que se apoyan justamente en el imperialismo yanqui y alemán.


 


La sustitución de la opresión imperial por la opresión kurocrático-nacional fue el primer paso del stalinismo en ascenso, que así manifestaba su vocación para transformarse en un factor de orden internacional. El “último combate de Lenin fue, justamente, contra la política stalinista para Georgia, cuando propuso un bloque a Trotsky en ese sentido. Una leyenda persistente pretende que “los partidarios de Trotsky no puedan explicar porqué, en 1924, él no condenó, en el CC, la coacción de los Georgianos por Stalin, cuando Lenin le había pedido que lo hiciese (por lo que) sus seguidores no pueden ser tomados en serio en este aspecto (de las nacionalidades) (26). Si la intención calumniosa fue siempre evidente, la nueva investigación histórica en la URSS (apertura parcial de los archivos del PCUS) pone en evidencia que Trotsky se opuso en el CC a la “política georgiana” (y a la política nacional) de Stalin antes del “bloque de Lenin, y que fue por eso que Lenin lo contactó para ese asunto (27).


 


Que decir entonces de las afirmaciones de que el actual problema nacional en la URSS “no expresa antagonismos seculares, sino que también cuestiona el orden establecido por el Ejército Rojo a comienzos de los años veinte (..) (El bolchevismo) justificó una defensa de la revolución que violaba principios de liberación nacional y social defendidos por la misma revolución” (28). Estas afirmaciones, que sostienen implícitamente que el stalinismo es la continuación del bolchevismo, en aspectos esenciales, fueron escritas por el “trotskista” Secretariado Unificado de la IV1- Internacional (organización revisionista cuya preocupación por librarse de la herencia de Lenin y Trotsky se ha tornado una obsesión) el cual se pronuncia por la defensa de las fronteras de la URSS y contraía unificación alemana, o sea… ¡¡contrala auto-determinación nacional!!


 


Trotsky se pronunció en 1938 por la independencia socialista de Ucrania, y denunció en 1939 la invasión de los países bálticos por Stalin como una violación de la auto-determinación nacional. Nuestra tendencia no esperó el desbande burocrático de 1989 para preocuparse por la cuestión nacional en la URSS, proclamando en 1988, “Como una consigna de la mayor importancia, la independencia socialista de las repúblicas que integran la URSS. La reestructuración socialista de la URSS, la revolución política, la toma del poder por el proletariado, van a ser imposibles sin la lucha por la independencia de esas naciones (…) Si esa consigna no es tomada por la IV5 Internacional, ella va a ser tomada por la derecha (…) contra esa autonomía capitalista, debemos levantar la bandera de la autonomía socialista” (29).


 


Crisis de la Nación


 


Hobsbawm comenzó sin dar ninguna definición marxista (en verdad, ninguna definición general) de nación. Después nos hizo saber que la considera una “comunidad imaginaria”, esto es, una entidad carente de cualquier fundamento histórico. En nombre de esta irracionalidad básica (de corte idealista) de la cuestión nacional, se libró a una verdadera justificación histórica del stalinismo: “La gran conquista de los regímenes comunistas en países multinacionales fue la de limitar, en su interior, los efectos desastrosos del nacionalismo” (p. 205). Lo que no le impide, en otro texto, explicar la caída del stalinismo por no haber sido nacionalista, asimilando de paso, al bolchevismo al stalinismo: “Lenin es ciertamente la gran víctima de los acontecimientos de 1989. Lo que se vino abajo fue el modelo bolchevique de socialismo, la perspectiva soviética de los cambios sociales y la herencia de la Revolución de Octubre, que hasta hoy no consiguió convertirse en parte integrante de las tradiciones rusas, sobreponiéndose al mismo tiempo, y forzadamente, a las varias identidades nacionales de los países del Este” (30). La trayectoria intelectual de Hobsbawm es exactamente igual a la trayectoria social y política de la burocracia stalinista.


 


Con esa bagaje, Hobsbawm se propone explicar, en el último capítulo (“El nacionalismo al final del siglo XX”) la “crisis de la nación” y del nacionalismo (“ya no se presenta como el principal vector del desarrollo histórico”). El fundamento: “ La nación hoy, visiblemente, está en vías de perder una parte importante de sus viejas funciones, nominalmente aquélla de la constitución de una economía nacional confinada territorialmente, que formaba, al menos en las regiones desarrolladas del mundo, un bloque establecido en la economía mundial más amplia” (p.206). Si esto no tiene nada de nuevo, pues ya había sido constatado por el marxismo a comienzos del siglo, Hobsbawm es incapaz de aprehenderlo en su dimensión dialéctica: la internacionalización de las fuerzas productivas promovida por el imperialismo (sobre la base del desarrollo desigual del capitalismo) no elimina, sino que acentúa, todos los fenómenos de opresión nacional, al acentuar cada vez más la distancia entre países atrasados y avanzados, lo que es la base para choques nacionales y enfrentamientos con el imperialismo cada vez más violentas (como las guerras de Malvinas y del Golfo, bloqueos de América Central y del Caribe, de Colombia y de Libia, militarización de Oriente Medio, etc.).


 


El ex-lambertista Pierre Fougeyrollas (el lambertismo concluyó como una escuela de anti-marxismo) cae en la misma confusión cuando constata “una crisis de las identidades colectivas (…) declinación de la nación como idea fuerza (…) la era de las naciones está terminando. Tal vez no sobrevivan de aquí a poco más que los imperios y sus satélites, cubriendo sociedades con capacidades de integración decrecientes” (31). Es la vuelta de la ideología vulgar del super-imperialismo, despojada del fundamento marxista que, Kautsky por ejemplo, trató de darle.


 


Lo que ocurre, sí, de lo ofrecido y citado por Hobsbawm es la crisis del nacionalismo burgués, o sea, de la tentativa de crear naciones “independientes” sobre la base de la producción capitalista, posibilidad cada vez más cuestionada por la internacionalización de las fuerzas productivas. De ahí el desbande pro imperialista de movimientos nacionalistas típicos, como el peronismo. Y de ahí también la vigencia de fenómenos como el funda-mentalismo islámico (que Hobsbawm cita sin entender, analizándolo sobre la base de los más castigados clichés del psicologismo), enarbolado sobre las ruinas del nacionalismo árabe, históricamente incapaz de llevar a la práctica sus promesas de modernización capitalista e independencia nacional, se trate del nasserismo en Egipto, del mossadeghismo en Irán o del FNL en Argelia, que no fueron sustituidos por la dirección proletaria de la nación.


 


Analizando el aparentemente sorprendente resurgimiento político del Islám en Argelia (FIS), se dijo que “El Islam resurge como modelo político y religioso en un contexto lingüístico e intelectual atravesado simultáneamente por el pensamiento islámico clásico y por la modernidad política, científica y cultural” (32). Es una traducción “intelectual” del completo vacío social y político en que cayó el nacionalismo del FNL. El sandinismo es otra expresión de la completa impasse de las revoluciones nacionalistas, inclusive en su versión más radical, lo que coloca a la orden del día al proletariado como jefe de la lucha antimperialista, en la perspectiva de la revolución socialista mundial.


 


El audaz recorrido del trabajo de Hobsbawm demuestra dos cosas: 1) los estragos irreparables que ocasionó el stalinismo, incluso en las cabezas más cultas e inteligentes; 2) que el marxismo es hoy más que nunca la clave para interpretar (y transformar) la época contemporánea.

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