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Salud mental: la pandemia “invisible”

Los principales gobiernos del mundo tomaron en distintos momentos la decisión de extremar las precauciones de circulación social para evitar la propagación del virus y los contagios, a través de confinamientos, lockdowns, aislamientos y cuarentenas nacionales -y locales- “endureciéndose” hasta ser totales en muchos países, inclusive las principales metrópolis de los Estados imperialistas más poderosos (salvo Estados Unidos). El objetivo central ha sido priorizar la no saturación de los sistemas de salud y las camas “UTI”.

Las medidas de confinamiento pusieron freno a varios resortes de la economía capitalista “no esenciales”, tanto en el sector industrial como principalmente en distintos servicios (recreación, espectáculos masivos, cultura, etc.), además de otras áreas estratégicas en la vida social como el sistema educativo (escuelas, colegios, institutos, universidades, etc.), provocando lógicamente una afectación económica en los sectores capitalistas productivos “parados”. Sin embrago, la principal clase social afectada resultó ser la clase obrera perteneciente a las áreas paralizadas (que no pudo continuar desarrollando su trabajo por la modalidad del teletrabajo) y específicamente a los sectores explotados de la economía informal (“en negro”, cuentapropistas, autónomos, vendedores ambulantes).

Si bien muchos gobiernos pretendieron atenuar el impacto económico por sus propias medidas de confinamiento y aislamiento a través de subsidios sociales y resarcimientos a la burguesía “parada”, resultó inevitable la caída estrepitosa en los principales índices económicos y sociales de todos los países (PBI, pobreza, desocupación, etc.), que en los países oprimidos o del llamado “Tercer Mundo” vienen siendo mucho más alarmantes.

En ese sentido, la presión creciente de un sector de la burguesía “parada” contra los gobiernos “cuarentenistas” en todo el mundo propició la paulatina flexibilización y “ablandamiento” de las medidas de “cierre”: con el correr de las semanas, la categorización de “esenciales” a actividades económicas no esenciales y medidas de aperturas con el advenimiento de las “mesetas” en las llamadas curvas de las estadísticas poblaciones de casos de Covid, una vez evaluada la preservación de los sistemas de salud y las camas UTI. Todo bajo la presión de la llegada de las “segundas olas” -que por supuesto finalmente llegaron- que obligarían nuevamente a la política del “abrir y cerrar” y en el “tire y afloje” con los distintos sectores capitalistas en pugna por las medidas sanitarias a adoptar en el marco de la pandemia.

La pandemia de Covid ya ha dejado su sello en la subjetividad y la salud mental de la población mundial. Destacamos que el concepto de “salud” en la pandemia se ha hegemonizado mundialmente desde un ángulo casi exclusivamente biológico y orgánico (algo relativamente comprensible partiendo de la base que el Covid-19 es un virus originado en la fisiología orgánica de animales y hombres). Sin embargo, las políticas de los Estados capitalistas orientadas a atender el impacto y la afección, tanto de la pandemia como de la cuarentena en la subjetividad y la salud mental de las distintas poblaciones han sido prácticamente nulas e inexistentes. De hecho, como iremos desarrollando en este artículo, en muchos casos (como en nuestro país), la bandera del problema de “la salud mental poblacional afectada por el encierro” ha sido enarbolada de manera oportunista (y persiguiendo los intereses de distintos sectores capitalistas) por los sectores de la derecha “anticuarentena” durante casi todo el año 2020, con el único objetivo de promover aperturas de la economía y reactivaciones de empresas cerradas. Otro elemento fundamental es la casi ausencia de políticas públicas de los gobiernos (empezando por el gobierno nacionalista burgués de Alberto Fernández) en el campo de la salud mental frente al impacto de la pandemia y la cuarentena.

ASPO-DISPO: la “encerrona trágica” de la subjetividad

La pandemia trajo aparejada una reconfiguración mundial en todas las relaciones sociales, no solamente de producción, a lo largo y ancho del planeta. Esto incluye lo atinente a la relación corporal en el encuentro y el contacto con el otro.

Como más vale prevenir que curar, máxime en una pandemia y frente al desconocimiento científico sobre la dinámica de un virus que comienza a hacer estragos, el mensaje imperante pasó a ser el del “aislamiento social” (o sea, extremar el “no contacto” con el otro) o, en su defecto, el “distanciamiento social” (extremar la distancia corporal y física al máximo con el otro).

De repente, y frente a particularidades del Covid (un virus asintomático con la característica peligrosa de ser invisible), el otro ha pasado a ser alguien “sospechoso” o “peligroso” para nuestra salud y potencialmente nuestra propia vida, y cada uno de nosotros, similarmente, podemos serlo para ese otro.

¿Cómo saber si ese otro con el que nos vinculamos no es portador y nos puede contagiar por el mero hecho de hablarnos a pocos centímetros, aunque no tenga visiblemente síntomas? ¿Cómo saber si por un descuido involuntario no portamos nosotros el síntoma y lo transmitimos sin darnos cuenta, pudiendo enfermar o hasta literalmente matar a ese otro al que tanto podemos estimar, querer o directamente amar?

Va de suyo que ha quedado demostrado que desde un punto de vista económico y logístico en la mayoría de los países (especialmente de los llamados países “subdesarrollados”) resulta imposible una verificación epidemiológica permanente y cotidiana a través de testeos masivos en la población, para saber día a día quién es “peligroso” para nosotros y cuánto podemos ser “peligrosos” para ese otro. Así las cosas, la corporalidad -nuestra y del otro, fundamental en la vida social y en el lazo libidinal inherente a esa vida social- ha pasado a ser el principal factor de riesgo de salud y de vida. El reemplazo del otro en ese lazo corporal  “suspendido hasta nuevo aviso” preventivamente por la virtualidad, que ha pasado a ser uno de los pilares fundamentales de los ASPO y DISPO, no deja de tener consecuencias en la subjetividad y la salud mental, como iremos viendo más adelante. Nuestra corporalidad subjetiva ha declarado un “paro por tiempo indeterminado” y se ha transformado disruptivamente en meros cuadraditos imaginarios proyectados en pantallas de computadoras, notebooks y celulares de distintas plataformas y aplicaciones (zoom, meet, classrooms, whatsapp) a lo largo y ancho del planeta.

La reconversión de la subjetividad bajo el “nuevo mundo” del ASPO-DISPO y la suspensión del lazo social corporal por la vía de la virtualidad (donde insistimos, el otro proyectado en la imagen no es igual al otro “presencial” -aparece siempre fragmentado o “cortado”, no sabemos cómo huele, qué viste del cuello para abajo, solo es un rostro en una pantalla)-, tiene efectos en la subjetividad y en muchos casos en la salud mental.

Para el caso nos permitimos tomar algunas premisas de Sigmund Freud sobre la angustia y el problema de la corporalidad del otro en la vida sexual. Aclaramos “algunas”, ya que el propio Freud a lo largo de sus casi 50 años de elaboración teórica (sobre la base de su práctica clínica) fue reelaborando el problema de la angustia en el sujeto.

En un momento de su obra, Freud dividió en dos categorías principales a la angustia: la angustia real, aquella que emite en el Yo del sujeto una señal de peligro o amenaza exterior, y la angustia automática, distinta a la primera y definida como una reacción del sujeto (independientemente del origen interno o externo) ante una situación traumática donde el mismo se ve imposibilitado de tramitar o encausar sus excesivas cargas psíquicas o energías libidinales (muchas veces tramitadas en el contacto corporal con el otro en diversas situaciones como relaciones sexuales “convencionales” o simplemente en reuniones sociales, grupales, etc.). El carácter “automático” que Freud atribuye a esta última clasificación de la angustia intenta describir, justamente, la transformación automática de un tipo de energía libidinal que suele satisfacerse en el contacto y relación con el otro y su cuerpo (pulsión de vida) en su contrario cuando no llega a satisfacerse en ese “distanciamiento social” o ”aislamiento social” (pulsión de muerte, angustia automática), paradójicamente hoy tan necesarios desde el punto de vista preventivo y sanitario a la hora de evitar nuevos contagios y nuevas muertes por Covid.

La angustia real se desarrolla ante el peligro exterior de muerte por la pandemia, ante la peligrosidad potencial de ese otro, tantas veces tan cercano y familiar, o hasta por el sentimiento de culpabilidad de ser nosotros (también potenciales portadores asintomáticos) causantes potenciales de la enfermedad o muerte de ese otro tan cercano y familiar en caso de “transgredir” el aislamiento o distanciamiento social.

Así, quedamos expuestos a una u otra. Extremar como principal medida el acatamiento u obediencia a las órdenes sanitarias de “distanciamiento o aislamiento” para evitar los riesgos de contagios (propios o ajenos) y consecuentemente aminorar la inevitable angustia real de la pandemia, trae inevitablemente consecuencias en la no tramitación de nuestra energía libidinal contenida en el lazo social y corporal con el otro, y en su transformación automática en angustia (automática), muchas veces manifestada a través de una amplia diversidad de padecimientos y sintomatologías psíquicas y anímicas que, como seguiremos viendo, la epidemiología psiquiátrica oficial ya se ha encargado de rotularlos como “patologías” y “trastornos” (depresión, ansiedad, ataques de pánico, trastornos del sueño, adicciones, etc.) plausibles de medicación y tratamientos psicofarmacológicos como principales medidas terapéuticas.

Del padecimiento subjetivo a las “patologías mentales”

En noviembre de 2020, a través del informe titulado “The impact of Covid-19 on mental, neurological and substance use services: results of a rapid assessment” (“El impacto del Covid-19 sobre los servicios de salud mental, neurológicos y de uso de sustancias: resultados de una evaluación rápida”), la OMS lanza su primera alerta en relación al impacto de la pandemia y las medidas sanitarias de aislamientos y distanciamientos en la salud mental de la población mundial. Según el informe publicado por el organismo, la pandemia ha afectado o directamente paralizado los servicios de salud mental esenciales en el 93% de los países de todo el mundo, sobre la base de una encuesta aplicada a 130 países durante los meses de junio a agosto de 2020, y destaca la urgente necesidad de aumentar los presupuestos públicos y financiamientos en el área de salud mental de la población.

El documento pone de relieve el grado de desinterés de la inmensa mayoría de los gobiernos sobre las problemáticas en salud mental: antes de la pandemia, en promedio los países destinaban menos del 2% de sus presupuestos nacionales de salud a ésta. Con la pandemia, la demanda poblacional de servicios en salud mental aumenta como consecuencia de “el duelo, el aislamiento, la pérdida de ingresos y el miedo están generando o agravando trastornos en salud mental. Muchas personas han aumentado su consumo de alcohol o drogas y sufren crecientes problemas de insomnio y ansiedad” (sic). Inclusive, “el Covid-19 puede traer consigo complicaciones neurológicas y mentales, como estados delirantes, agitación o accidentes cerebrovasculares. Las personas que padecen trastornos mentales, neurológicos o derivados del consumo de drogas también son más vulnerables a la infección del SARS-CoV-2 y podrían estar expuestos a un mayor riesgo de enfermedad grave e incluso de muerte”.

Las palabras de Tedros Adhanom Ghebreyesus, director general de la Organización Mundial de la Salud son contundentes. “El Covid-19 ha venido a interrumpir la atención prestada por los servicios de salud mental esenciales de todo el mundo justo cuando más se los necesitaba. Los dirigentes mundiales deben actuar con rapidez y determinación para invertir más en programas de salud mental que salven vidas, mientras dure la pandemia y con posterioridad a ella”.

Si nos adentramos a este informe de la OMS, lo escalofriante de las cifras sanitarias mundiales en pandemia ya no se reducirían solamente a cantidad de contagiados, muertos o camas disponibles de terapia intensiva en tal o cual país. El problema de la salud mental en pandemia, tantas veces relegado (o directamente ocultado), forma parte también de la catástrofe humanitaria de la escenografía pandémica. Algunas estadísticas del informe:

• Más del 60% de los países señaló perturbaciones de los servicios de salud mental destinados a las personas vulnerables, incluidos los niños y los adolescentes (72%), las personas mayores (70%) y las mujeres que requieren servicios prenatales o postnatales (61%).

El 67% observaba perturbaciones en los servicios de orientación psicológica y de psicoterapia; el 65% en los servicios esenciales de reducción de riesgos y el 45% en los tratamientos de mantenimiento con agonistas de opiáceos para los adictos a los opiáceos.

• Más de un tercio (35%) señaló perturbaciones en las intervenciones de emergencia, incluidas las destinadas a personas afectadas por convulsiones prolongadas, síndromes de abstinencia severos relacionados con el consumo de drogas y estados delirantes, que con frecuencia son la señal de graves trastornos médicos subyacentes.

• El 30% señaló perturbaciones en el acceso a los medicamentos destinados a tratar trastornos mentales, neurológicos y derivados del consumo de drogas.

• En torno a tres cuartas partes señalaron perturbaciones al menos parciales en los servicios de salud mental de las escuelas y los lugares de trabajo (78 y 75%, respectivamente).

Si bien el 70% de los países optaron la terapia virtual o las líneas telefónicas como principal medida de atención en salud mental al momento de irrumpir la pandemia, la desigualdades en todo el mundo son llamativas en relación a estos paliativos: más del 80% de los países desarrollados se volcaron a estas modalidades, mientras que menos del 50% de los países subdesarrollados han tenido acceso a esta modalidad de manera muy precaria.

Apenas el 17% de los países dispusieron una financiación adicional suficiente para afrontar los programas sanitarios de emergencia creados para tratar los efectos de la pandemia en la salud mental de la población.

Semanas después a la publicación del informe de la OMS, en diciembre del 2020, la prestigiosa revista médica británica The Lancet afirmaba en un artículo que “el aislamiento social preventivo obligatorio ha generado efectos psicológicos negativos en la población como estrés postraumático, ansiedad, depresión, agotamiento, insomnio, frustración, desapego e ira. Consecuentemente, se ha producido un aumento en el consumo de psicofármacos que podría tener consecuencias a largo plazo”.

La publicación de The Lancet, además, alerta sobre el incremento exponencial del consumo de benzodiazepinas (principalmente para los llamados trastornos de ansiedad, ataques de pánico y/o cuadros de insomnio) desde el inicio de la pandemia, muchas veces sin prescripción ni control médico (de manera “autoadministrada”) como factores de riesgo durante períodos prolongados, causantes potenciales de “episodios de desorientación y delirio”, siendo los adultos mayores la principal población vulnerable.

Sucede además que dichos efectos ya se han convertido en secuelas. A la cifra de “muertos de Covid” desde el inicio de la pandemia habría que contabilizar también los “muertos por el Covid” (que no es exactamente lo mismo).

Planteamos esto desde la perspectiva que, en muchísimos casos, los cuadros de angustia, ansiedad o depresión producidos principalmente por dos factores, la incertidumbre por la pandemia y la suspensión de los lazos sociales planteados por el aislamiento obligatorio y la cuarentena, resultan siendo determinantes de enfermedades de base (cardíacas, hipertensiones, etc.) que pueden terminar en fallecimientos. El incremento de las llamadas sintomatologías mentales como efecto de la pandemia y la cuarentena, sin una atención correspondiente en términos preventivos y asistenciales, también viene siendo un factor relevante como catalizador de patologías de base cuyo desenlace puede ser la muerte.

Clase obrera y salud mental

Hasta ahora pretendimos trazar en términos generales una posición en relación a las consecuencias de la pandemia y la cuarentena en la subjetividad y la salud mental. Nos vamos a adentrar ahora en términos más concretos y específicos sobre los aspectos particulares (y no singulares que corresponden al “caso por caso”) dentro del cuadro general, delimitando el grado de impacto y las particularidades manifestadas en el campo de la salud mental y la subjetividad en distintos sectores de la clase obrera, con el fenómeno de la reconversión subjetiva que venimos desarrollando en pandemia como telón de fondo.

El abrupto desembarco de la pandemia en todo el mundo ha planteado una reconfiguración en las relaciones sociales, sobre todo en el mundo del trabajo, sus relaciones sociales de producción (no es su inmodificable relación de clase explotadora y explotada sino en su transitoria estructura organizativa “de emergencia”). La división social del trabajo en pandemia, al interior de la clase obrera mundial, pasó a dividirse en trabajadores “esenciales” y “no-esenciales”. Curiosa denominación binaria, como si los “no esenciales” no fueran esenciales en el modo de producción (y explotación) capitalista.

Lógicamente que a la hora de las catalogaciones de “esencialidad” por parte de distintos gobiernos, los lobbys y presiones de grupos capitalistas (cámaras patronales, grupos empresariales) “no esenciales”, que en una primera instancia tuvieron que interrumpir su producción y seguir pagando remuneraciones salariales (casi siempre no es su totalidad y con subsidios de los Estados) comenzaron a jugar sus cartas. Siguieron campañas mediáticas “anticuarentenas” y las consiguientes concesiones progresivas de los gobiernos en los “abrir y cerrar, cerrar y abrir”.

Bajo esta rúbrica, sectores de la clase obrera y trabajadora “esenciales” (trabajadores y profesionales del sistema de salud, transporte, producción alimenticia, telecomunicaciones, medios de comunicación, etc.) pasaron a ocupar el “heroico lugar” de batallar “en la primera línea de fuego” contra el virus “por el bien de la sociedad”, especialmente y claro está, los trabajadores y profesionales de la salud (particularmente médicos y enfermeros de hospitales y sanatorios).

En las primeras semanas que comenzaba en nuestro país “la gesta malvinense” de la “unidad nacional” contra el Covid, el gobierno nacional y los gobiernos locales (oficialismo, oposición), ofrecieron a los trabajadores y profesionales de la salud en “la primera línea de fuego”, frente a la sobrecarga laboral y jornadas de trabajo agotadoras (por falta de personal, licencias y suplencias), promesas de bonos exiguos y “aplausos en las ventanas y balcones a las nueve de la noche”. También hubo agradecimientos y declaraciones de orgullo por el personal de salud en las constantes cadenas nacionales donde se fueron anunciando prórrogas de aislamiento y cambios de fases.

 La sobreexplotación del trabajador de la salud en pandemia pretendió camuflarse desde los discursos oficiales de autoridades nacionales y regionales como “sacrificio” y “heroísmo” contra el “enemigo invisible”. Casi que sería “un honor” y “un privilegio” estar combatiendo en las trincheras sanitarias en esta guerra mundial contra el “enemigo invisible”.

El ideal de heroicidad altruista que se pretendió imponer chocó casi inmediatamente con la conflictividad en la subjetividad de clase, manifestada semanas después en una “sintomatología de clase”.

Comenzó a darse en los sectores de la clase obrera “esencial” (especialmente los trabajadores de la salud) el fenómeno de la ambivalencia “héroe-villano” en diversos entornos sociales y comunitarios: mientras el Estado los sobreexplota pero nos convoca a homenajearlos todas las noches desde balcones y ventanas como a “nuestros héroes”, durante meses, el trabajador de la salud tuvo que atravesar escraches, amenazas y repudios de su ámbito comunitario más próximo en su cotidianeidad (vecinos, barrio, etc.).

El “héroe” pasaría a ser simultáneamente “villano” o “culpable” de cualquier potencial contagio comunitario en su hábitat. Cartelitos en espejos de ascensores, intimaciones de anónimos en puertas de casa o por debajo de la puerta “sugiriendo” irse del barrio o directamente amenazas públicas o hasta quema de choches fueron algunas de las tantas y tremendas vicisitudes que muchísimos trabajadores identificables como “personal esencial de salud” tuvieron que atravesar meses y meses de pandemia. Un ambo de médico o enfermero despertando aplausos y “vivas”, pero en los balcones y ventanas de barrios lejanos.

Ninguna autoridad deparó en este fenómeno del personal de salud tan homenajeado, en términos de su implicancia subjetiva. Vitoreado desde los discursos presidenciales, aplaudido en barrios remotos, amenazado y, a la vez, repudiado en sus propias casas, edificios y zonas residenciales. El “síndrome héroe-villano” del trabajador de la salud durante la pandemia y el aislamiento no se redujo a la relación vecinal del “héroe esencial”.

La ambivalencia “héroe-villano” sumada a las jornadas prolongadas de trabajo sin descansos ni suplencias terminó en muchos casos instalando una suerte de subjetividad culposa en el “esencial” de la salud y otra “encerrona trágica” de clase.

Durante la “primera ola” pandémica en nuestro país, en agosto de 2020, tuve la oportunidad de participar en calidad de coordinador de un taller de trabajadores de la salud de un hospital de la Ciudad de Buenos Aires. Fui convocado por una Comisión Sindical de Condiciones de Insalubridad. Si bien la idea original en la convocatoria de los trabajadores parecía motivarse en la “provisión” o “consejos” de herramientas de afrontamiento ante la situación límite vivenciada por muchos trabajadores, el taller fue -afortunadamente- “copado” por sus testimonios sobre el padecimiento cotidiano en pandemia.

Una cantidad importante manifestó sentirse al límite y “en un borde” como producto de la extensión permanente de la jornada de trabajo. Un manojo de sintomatologías descriptas a lo largo del taller fue también de la partida: dificultades para dormir, falta de deseo, agotamiento, sensaciones de ira. Inclusive, “enloquecimientos” transitorios durante el horario de trabajo (no confundir con brotes psicóticos en el sentido estricto, sino más bien una emulación contingente): médicos, enfermeros y trabajadores de la salud hablando solos en los pasillos y pabellones del hospital (los clásicos “soliloquios” clasificados por la psiquiatría para aquellos pacientes que “hablan solos” en voz alta acompañándose de ademanes y gestos, como dirigiéndose a un auditorio imaginario que generalmente coinciden con contenidos alucinatorios).

A partir del cuadro trazado en los testimonios, comenzaron a “confesarse” también los miedos y dilemas, o mejor dicho, las “encerronas trágicas”: en principio, la culpa surgida en aquellos que “confesaron” hacer uso de licencias psiquiátricas (un derecho adquirido para la mayoría de los trabajadores) frente al agotamiento y el estrés. No solamente por “rendirse” y “no resistir”, sino además porque de su ausencia por licencia solicitada no se abriría ninguna suplencia adicional, por lo tanto, su ausentismo se traduciría a una -aún- mayor sobrecarga laboral para su compañera o compañero todavía firme en “la primera línea de fuego”. Como suele ocurrir, cuando una trabajadora se animó a sincerar su sentimiento de culpabilidad por hacer uso de su licencia, otras también se animaron. El silencio irrumpió cuando simplemente atiné a poner en palabras la angustia no declarada frente a la “encerrona trágica”.

Luego de distintas vivencias similares narradas, solo atiné a comentar: “O sea, o se enferman de culpa desde sus casas cuando se toman licencias porque no dan más y saben que van a sobrecargar aún más de trabajo a un compañero, o se enferman por trabajar sin descanso y más horas en plena pandemia, exponiéndose al contagio en el transporte público y en el hospital para seguir siendo ‘los héroes’ o evitar la culpa de tomarse una licencia. ¿Cómo se sale de esa encerrona?”. El silencio absorto sin respuestas ante mi pregunta no reflejó ninguna novedad. No dije nada nuevo. Solo transcribí en palabras lo que ellos estaban ya estaban diciendo. Quizá necesitaron escucharme.

Por supuesto que la base material de esta encerrona trágica no es ninguna cuestión existencial ni ontológica, sino un problema material y de clase: la flexibilización y superexplotación laboral, la falta de cargos, suplencias y licencias en el sistema de salud durante la pandemia.

Dicha encerrona del trabajador de la salud en pandemia no se limita a un fenómeno local y atraviesa prácticamente todo el mundo. El artículo “¿Por qué arriesgo mi vida? El trauma pandémico acecha a los trabajadores de la salud”, publicado por Chicago Tribune (19/3/21), describe dilemas, miedos y padecimientos muy similares a las planteadas por el grupo de trabajadores de la salud del hospital porteño, pero en la otra punta de nuestro continente y bajo la infraestructura hospitalaria de la principal potencia imperialista mundial.

El artículo norteamericano, en algunos de sus párrafos, señala que “en todo el país, psiquiatras especializados en padecimientos mentales relacionados con traumas afirman que están viendo un número cada vez mayor de profesionales de la salud con depresión, ansiedad, trastorno de estrés postraumático, trastornos por consumo de sustancias e insomnio relacionados con el trabajo, y esperan ver aún más en los próximos meses”,agregando además algunos testimonios que grafican por dónde pasa la subjetividad del trabajador de la salud en pandemia y sus consecuencias epidemiológicas en la salud mental. Brittany Bankhead-Kendall, de 34 años, era una cirujana recién graduada cuando comenzó la pandemia del Covid-19. Al principio, como miles de otros profesionales de la salud, trabajó incansablemente en modalidad de crisis. Pero en el otoño pasado, experimentó síntomas fisiológicos aleatorios y repetidos, como latidos acelerados y una visión atenuada. Se diagnosticó a sí misma que sufría un trastorno de estrés postraumático. Quizá lo peor de la pandemia haya quedado atrás en el país. Pero para los trabajadores de la salud de primera línea, como Bankhead-Kendall, las cicatrices psicológicas del caos y la incertidumbre que han vivido, y el sufrimiento y la muerte que han presenciado, pueden tardar mucho más en curarse.

El artículo destaca que los trabajadores sanitarios en todo el país dicen sentirse subestimados por sus empleadores y desilusionados con la profesión médica. Según una investigación en curso de la University of Washington en Seattle, más de la mitad de los más de 300 médicos, enfermeras y otros trabajadores de la salud de primera línea consultados dijeron que la pandemia ha disminuido la probabilidad de que sigan ejerciendo su profesión.

“Los trabajadores sanitarios ya estábamos al borde del agotamiento y la extenuación antes de la pandemia. Ahora, muchos de nosotros estamos agotados física y emocionalmente. Nunca habíamos visto tanta muerte y desesperanza constantes como en el último año”, dijo la doctora Megan Ranney, médica de urgencias y profesora de salud pública en la Brown University de Rhode Island, para agregar que “…también existe la sensación de que el sistema nos ha fallado a nosotros y a nuestros pacientes. Con la falta de equipos de protección personal en los primeros meses, parecía que se nos pedía que saliéramos a sacrificarnos”.

Una de las conclusiones del artículo de Chicago Tribune resulta tan concluyente como alarmante cuando puntualiza que “los psiquiatras entrevistados comentaron que prevén que, en los próximos meses, un número aún mayor de trabajadores sanitarios experimentará síntomas de salud mental y conductual relacionados con la pandemia, y esperan que muchos busquen tratamiento”.

Un artículo científico titulado “Síndrome de burn-out1Burn-out: cabeza quemada en personal de salud durante la pandemia Covid-19: un semáforo naranja en la salud mental”, publicado en la edición octubre/diciembre de 2020 de la revista Salud de la Universidad Industrial de Santander (Colombia) señala que el personal sanitario “es la parte más débil en la cadena de atención a la pandemia, no solo porque las estadísticas de contagio apuntan que el 20% de los pacientes infectados por Covid-19 son personal de salud, sino porque estos trabajadores al estar en primera línea están enfrentado una variedad amplia de demandas psicosociales muy altas que los posiciona en una alta vulnerabilidad al estrés y alteraciones mentales en general, deteriorando su calidad de vida, su entorno y su capacidad funcional”,para más adelante concluir que“la cuarta ola de la pandemia por Covid-19 se refiere a una epidemia de salud mental que aún no comienza y el enfoque preventivo es más importante que nunca”.

Si bien el trabajador sanitario bajo la pandemia resulta emblemático (por más que obvias razones) dentro de la categoría “esencial”, muchos otros sectores de la clase obrera declarados “esenciales” han tenido que -obligadamente- salir a exponerse a contagios con el consiguiente riesgo para su salud física (y mental) y su propia vida. La declaración de esencialidad por parte de los gobiernos, como lo hemos señalado en el presente artículo, ha resultado ser desde el inicio de la pandemia el producto de la puja y presión de los sectores capitalistas subsidiados resistentes en paralizar su producción. Así, con el correr de los meses de cierres y cuarentena, muchos rubros de la economía fueron abriéndose (inclusive como en el caso de nuestro país sin decreto de por medio y bajo la “vista gorda” del Estado) y obligando a sus trabajadores y empleados a concurrir a sus lugares de trabajo en calidad de “esenciales”, en muchísimas ocasiones sin el cumplimiento de los protocolos sanitarios establecidos.

Salvo en poquísimos casos (como el caso del Sindicato Unico de los Trabajadores del Neumático Argentino -Sutna), las direcciones sindicales de las ramas esenciales estuvieron absolutamente ausentes en el monitoreo epidemiológico del cumplimiento de protocolos en lugares de trabajo (especialmente en polos industriales y zonas fabriles), dejando la salud de sus trabajadores librada al azar del contagio. Así, la percepción de peligro de contagio de muchos trabajadores “esenciales” obligados a concurrir a sus lugares de trabajo comenzó a incidir en su salud mental.

Un buen ejemplo de esto está reflejado en el trabajo “Working in the Times of Covid-19. Psychological Impact of the Pandemic in Frontline Workers in Spain”, publicado en noviembre de 2020 en la revista Frontiers in Psychology. El mismo, realizado sobre la base de una investigación en 500 trabajadores divididos en cuatro grupos (sanitarios, cuerpos de seguridad, trabajadores de supermercados y profesionales de medios de comunicación), señala que “los trabajadores que han estado en primera línea durante la pandemia presentan peores niveles de impacto psicológico que la población general”, como conclusión sobresaliente.

Según los resultados, el 73,6% de los trabajadores de la salud confirmaron haber sufrido un impacto psicológico grave, seguido por un 65,2% de los que trabajan en alimentación, un 48,6% de los profesionales de la comunicación y ‘solamente’ un 26,5% de los trabajadores de cuerpos de seguridad. En relación al “bajo” porcentaje de este último sector, Nereida Bueno Guerra, profesora de la Universidad Pontificia Comillas y coordinadora del trabajo, explica “por lo que hemos estado viendo, se debe a algo muy propio de los cuerpos de seguridad: el estoicismo. Es decir, el no reconocer que uno se encuentra mal porque siente que debe estar dispuesto a cualquier cosa (…) por el contrario, creemos que los trabajadores de supermercados han podido sufrir más las consecuencias por no estar habituados a situaciones de riesgo”.

El estudio además revela un fenómeno que líneas arriba describimos en relación a la subjetividad en pandemia: lo “peligroso” del otro y/o el “ser peligroso” para el otro frente a la invisibilidad del virus. A los participantes también se les preguntó sobre sus principales preocupaciones en relación a su cotidianeidad en pandemia y el hecho de “incumplir” obligadamente el “quedate en casa”. Por unanimidad, los cuatro grupos respondieron en tres principales: primero, la posibilidad de infectar a algún ser querido, de entorno familiar más cercano o íntimo; segundo, infectarse uno mismo y, por último, la incertidumbre generada por no saber cuándo se iba a terminar la pandemia.

“No esenciales”: el “privilegio” de la insalubridad domiciliaria

La reconversión capitalista global del mundo del trabajo en pandemia determinó la masificación de una modalidad que en distintas áreas privadas (especialmente ejecutivas y administrativas) venía ganando terreno en los últimos años: el teletrabajo o home office. Así, literalmente de la noche a la mañana, centenares de miles de aulas de escuelas, colegios, universidades y oficinas de empresas privadas y dependencias estatales se “mudaron” a plataformas “meet” (zoom, google meet, etc.) y “campus” utilizadas desde dispositivos propios de trabajadores y empleados en el ámbito domiciliario, no sin traer como consecuencia una nueva subjetividad del trabajador “no esencial” digitalizado por las circunstancias y, por sobre todas las cosas, en su salud mental.

Cabe destacarse como un apartado específico que con el inicio de la pandemia y el aislamiento obligatorio, la modalidad de teletrabajo se inició en muchas áreas del sector público, especialmente en el ámbito educativo frente a la suspensión de las clases presenciales en todos los niveles durante el año 2020. La llamada “virtualidad educativa” terminó por agravar en muchísimos casos la ya sobrecargada vida laboral docente previa a la pandemia (contrariamente a lo que se intentó instalar desde distintos medios de comunicación y voceros de la clase política capitalista, oficialista y opositora). Algunos resultados de distintos estudios vienen a confirmar nuestra aseveración.

Contrariamente a nuestro anterior apartado sobre algunos sectores de trabajadores “esenciales”, un estudio realizado por un equipo de la UCES San Francisco, liderado por los directores de las cátedras de Biología y Neurofisiología del Comportamiento, publicado en enero de 2021, afirma que “a los docentes les generó más estrés el teletrabajo que el miedo al contagio”. La investigación, llevada a cabo con docentes de todo el país durante los meses de aislamiento obligatorio el año pasado, revela que el 75% de los entrevistados “mostraron algún grado de ansiedad”, mientras que “el 55%, algún nivel de depresión”. Asimismo, se destaca que el estrés “tuvo un impacto significativo en el 26 por ciento de los entrevistados” y que “el 54,4 por ciento evidenció despertares nocturnos o muy temprano en la mañana”.

Merece subrayarse que, según el estudio, las preocupaciones que generaron un elevado riesgo para padecer los trastornos mentales entre los docentes relevados se basaron en “la disponibilidad de tiempo para hacer su trabajo, la disponibilidad de espacio en su casa para hacer teletrabajo, la preocupación por los cambios laborales debido a la cuarentena y al teletrabajo, y la preocupación de no tener la capacidad de poder con su trabajo, atención de su familia y tareas domésticas (…) sin embargo, las preocupaciones a enfermarse o a que lo haga algún familiar, la preocupación por la disponibilidad tecnológica en su casa, la cantidad de horas de trabajo (la mayoría respondió que trabaja muchas más horas desde su casa), la valoración del esfuerzo por parte de padres y de autoridades, no tuvieron ningún impacto en el riesgo de padecer dichos trastornos”.

La insalubridad laboral docente planteada por la modalidad virtual en pandemia atravesó todos los niveles educativos. La Asociación Gremial Docente de la Universidad de Buenos Aires (AGD-UBA, único sindicato docente clasista de la UBA), frente a la virtualidad forzada en la vida universitaria a partir de la pandemia, realizó un relevamiento con resultados -publicados en mayo de 2020- también alarmantes en relación a las condiciones laborales de la virtualidad y el impacto en la salud mental de la docencia universitaria. En base al mismo y sobre 1.200 casos de docentes universitarios de la UBA, casi el 60% de los encuestados manifestó estar atravesando, al menos, situaciones de miedo, angustia, ansiedad o desesperanza desde el inicio de la pandemia y la virtualidad forzada. El mismo porcentaje, a su vez, expresó no haber contado con capacitación para la modalidad docente virtual, mientras que el 77% afirmó que la virtualidad agravó las condiciones precarizadas preexistentes de trabajo.

La realidad planteada por la virtualidad pandémica en el ámbito educativo trajo aparejado un proceso violento de “adaptación” del docente a las nuevas herramientas tecnológicas educativas, donde en cuestión de semanas (o días) el docente cargó con toda la responsabilidad de la repentina adaptación del sistema educativo (pedagógica, didáctica, administrativa, institucional) al plano virtual frente a las demandas de la comunidad educativa, especialmente familias y padres de los alumnos de nivel inicial y medio. Este proceso se planteó con centenares de miles de docentes en todo el país sin capacitación previa ni disponibilidad de dispositivos tecnológicos básicos para llevar a cabo sus tareas (ni por supuesto medidas de Estado de provisión gratuita de las mismas). La virtualidad educativa resultó ser un recorte salarial encubierto a los ya magros salarios docentes preexistentes durante décadas a la pandemia, debido a que el propio trabajador tuvo que cubrir los gastos de conectividad, mantenimiento e inclusive adquisición de dispositivos por la ausencia de medidas de gobiernos tendientes a la cobertura de gastos de conectividad y la provisión gratuita de equipos.

Repartidores, los “esenciales” precarizados

El cambio de vida en pandemia llevó a que los trabajadores repartidores superexplotados (Glovo, Rapi, Pedidos Ya) cobren un protagonismo fundamental en el mundo del trabajo y de la vida social encuarentenada. La distribución a domicilio de las mercancías, normalmente ofrecidas en los comercios cerrados por las medidas de confinamiento, terminaron por incrementar los ritmos de trabajo de los repartidores en niveles brutales.

El estudio “Delivery en pandemia: el trabajo en las plataformas digitales de reparto en Argentina”, publicado por FLACSO culminando el año de inicio de la pandemia, da cuenta de algunos fenómenos surgidos al interior de uno de los sectores obreros más precarizados en los últimos años: los repartidores de plataformas digitales. Para el caso se condensa lo que venimos refiriendo como dos grandes elementos de impacto en la salud mental de la clase obrera en pandemia: el estrés laboral por el incremento de la jornada y los efectos psíquicos por el miedo al contagio, producto del grado de exposición en la circulación.

El estudio indica que “los resultados de las encuestas realizadas a los trabajadores de las plataformas digitales de reparto de Argentina en plena pandemia muestran que aumentaron, con respecto al año anterior, las entregas por jornada en casi un 15 por ciento (aproximadamente dos entregas más por jornada). A su vez, redujeron los tiempos de espera entre pedidos (un promedio de aproximadamente 3,5 minutos), lo que implicó una disminución en el tiempo no remunerado por jornada. Los trabajadores también redujeron su jornada de trabajo en casi una hora de promedio”.El relevamiento realizado en julio del año 2020, “…momento de gran circulación del coronavirus en la Ciudad de Buenos Aires y donde el aislamiento social era relativamente estricto, permite conocer algunas condiciones laborales de los repartidores en esas circunstancias”. En particular, las acciones que desplegaron las compañías para reducir los riesgos de diferente manera y mitigar los efectos negativos que experimentaron los trabajadores, así como la incidencia del contagio entre ellos y los temores que enfrentan ante el desarrollo de la actividad en el actual contexto. Casi dos tercios de los entrevistados expresaron temor al contagio. Ciertas respuestas incluso mencionaban factores específicos como la preocupación por “llevar un pedido a alguien que esté enfermo y que por entregarle me contagie”, porque “los clientes no usan la mascarilla, salen de la casa sin protección” o debido “al contagio en la manipulación del dinero”. Algunos de ellos también expresaban sus miedos no solo al contagio personal, sino al de sus familiares o de otras personas: “[temo] llegar a casa y contagiar a mi familia” o “[temo] básicamente, ser asintomático y no saber que lo tengo e ir contagiando gente sin darme cuenta”.

Justamente, sumado al miedo al contagio propio o a contagiar (fenómeno ya descripto líneas arriba en otros ejemplos de sectores de trabajadores) descripto en el informe de FLACSO, el incremento en los ritmos de trabajo por la alta demanda de servicios de entrega en pandemia (mayor cantidad de productos en el mismo tiempo previo a la pandemia) aumentó la siniestralidad y la cantidad de accidentes de trabajo, que en muchos casos terminaron en muertes. Morir en la calle por un accidente o morir por el Covid se planteó como otro de los “dilemas existenciales” en pandemia, en este caso, para el trabajador repartidor. Durante julio, en que se relevó la casuística del trabajo publicado por FLACSO, los trabajadores de repartos de Glovo, Rappi, Pedidos Ya y Uber realizaron su cuarto paro nacional -con concentraciones en diferentes puntos del país- en el marco del tercer paro internacional de repartidores. Oportunamente, la Agrupación de Trabajadores de Reparto (ATR) encabezó las medidas de fuerza exigiendo al Estado y a las empresas que se hagan cargo de las muertes y las condiciones precarias de trabajo y, a su vez, elevó el reclamo de aumento del pago por pedido, elementos de seguridad e higiene costeados por las empresas para enfrentar la pandemia, ART, cobertura médica, que no hayan más bloqueos de trabajadores por reclamos, justicia por todos los trabajadores fallecidos y que las regulaciones del sector se consensúen con los y las trabajadoras.

El testimonio y denuncia de algunos trabajadores integrantes de ATR, frente al fallecimiento de un trabajador en la ciudad de Córdoba, describe con total nitidez el cuadro de situación: “el compañero falleció al mediodía, en plena jornada laboral, en la ciudad de Córdoba, producto de las jornadas laborales que nosotros estamos expuestos, que son larguísimas. Es mentira que somos nuestros propios jefes, ni héroes, sino que somos trabajadores precarizadísimos, que a veces tenemos que hacer más de 10 horas para poder llevar una moneda a casa. En esta situación ya llevamos seis trabajadores fallecidos en esta pandemia, y no por coronavirus sino por precarización laboral. Exigimos que se regule toda esa situación y que sea en consenso con los trabajadores”, afirmó Micaela al medio Anred (1/7/21).

Para el caso, al igual que lo referido previamente con otros sectores obreros, la pandemia vino a instalarse como dos pinzas de una misma tenaza en la subjetividad y salud mental del trabajador: el incremento del ritmo de trabajo producto de la precarización laboral frente al aumento de la demanda (con la consiguiente consecuencia fatal en las muertes por accidente) y los efectos del miedo al contagio propio o a contagiar al otro. Como lo venimos demostrando, no sin consecuencias en manifestaciones sintomáticas y padecimientos entre los trabajadores y la clase obrera.

Desocupados, changarines, ambulantes: “Me matan si no trabajo…”

Otra pinza de dos tenazas sobre el sector más pauperizado de la clase obrera resultó ser la conjugación del confinamiento y los mismos efectos subjetivos de la pandemia. La más que necesaria cuarentena, como medida sanitaria primaria, obligó al agravamiento de las condiciones de vida de millones de familias precarizadas dependientes del trabajo informal en la vía pública (por ejemplo, vendedores ambulantes, puesteros, etc.) o directamente con jefes y jefas de familia sin empleo (dependientes de planes sociales, subsidios asistenciales, etc.)

La prohibición de circulación pública para la población en general lógicamente trajo como consecuencia la privación absoluta de supervivencia para millones de trabajadores callejeros, puesteros, manteros, vendedores ambulantes o quienes viven de “changas” (con la consecuente posibilidad de detenciones o medidas represivas del Estado contenido en los artículos 205 y 239 del Código Penal presentes en el decreto presidencial que estableció el aislamiento social, preventivo y obligatorio en marzo de 2020). Así, cualquier intento de “transgresión” de la norma para intentar sobrevivir del trabajo informal en la vía pública en pandemia y cuarentena colocó al sector más explotado y pauperizado de la clase obrera en el dilema de “transgredir para sobrevivir” (y exponerse a la represión estatal) o “acatar y hundirse más en la miseria”.

El documento N° 33 del Centro de Estudios Metropolitanos (noviembre de 2020) titulado “Trabajadores formales e informales en tiempos de pandemia” destaca que “las medidas de aislamiento afectaron las posibilidades de generar ingresos para los sectores que se encuentran en una situación de informalidad en el mercado de empleo. Debemos contemplar que las dificultades para movilizarse, producto del confinamiento, perjudicaron de manera diferenciada a este grupo social, en donde sus capacidades de desplazarse poseen una asociación directa en sus posibilidades de ingreso”. Cabe mencionarse, además, el carácter por demás insuficiente de las medidas de gobierno para compensar o asistir económicamente a estas familias a través del Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), el cual, además de haber cubierto solamente a un sector de desocupados y trabajadores informales afectados por las restricciones de pandemia y cuarentena, terminó siendo eliminado por el gobierno en el último trimestre de 2020 como parte de las negociaciones con el FMI para el pago de la deuda. De hecho, por el impacto económico de la pandemia, los sectores más asistidos fueron las clases patronales a través de subsidios y compensaciones (por ejemplo, los ATP), proporcionalmente más asistidos por el Estado que los sectores de trabajadores más pauperizados (y asistidos parcialmente por el IFE).

“Me matan si no trabajo y si trabajo me matan”, el célebre título de la canción del fallecido cantautor uruguayo Daniel Viglietti (tomado también por el documentalista Raymundo Gleyzer -secuestrado meses después del sangriento golpe genocida de marzo de 1976 y desaparecido hasta el día de hoy- para denunciar en un documental las condiciones insalubres de los trabajadores en la fábrica Insud durante 1974) cobra vigencia. La tragedia se torna más grave si agregamos la situación habitacional de muchísimas de estas familias: la permanencia física domiciliaria impuesta por la cuarentena bajo condiciones de hacinamiento, el hambre por la falta de trabajo e ingresos causado por la restricción de circulación más el hacinamiento habitacional.

Una investigación del Centro de Estudios de Estado y Sociedad del Conicet, publicada en junio de 2020 (Informe Tiara) con el objetivo de medir el malestar psicológico en la población sondeada en pandemia y la cuarentena de las 24 jurisdicciones del país, da cuenta de lo planteado en los párrafos anteriores.

La investigación se realizó utilizando la escala K10 (una herramienta validada en nuestro país basada en preguntas sobre síntomas de depresión y ansiedad). La medición reveló que el 48 por ciento de la población refleja un score compatible con malestar psicológico. El 28 por ciento del total alcanzó un score en la escala K10 de malestar psicológico moderado o severo.

Según el mismo informe, “en tanto el aburrimiento no representa una preocupación importante para la población sondeada, las inquietudes de índole económico afectan a la mayoría: el 64 por ciento de los encuestados reconoció sentirse afectado por la posibilidad de no poder trabajar y no disponer de sustento. La imposibilidad de pagar el alquiler y los servicios en un futuro cercano preocupa al 60 por ciento de los encuestados (…) De la información obtenida en la encuesta se desprende que las mujeres muestran mayor grado de preocupación que los hombres para todas las categorías sondeadas por el estudio, excepto en lo referido a la educación de los hijos donde las inquietudes son similares. Entre la población joven, el 71 por ciento señala estar preocupado por no poder trabajar y, en consecuencia, perder el sustento económico, y el 66 por ciento reconoció preocupación por verse imposibilitado de pagar el alquiler y los servicios. Dentro de la población socialmente vulnerable, identificada como aquella que solo dispone de cobertura pública de salud, el 86 por ciento declara preocupación por no poder trabajar y no disponer de sustento económico. La incapacidad de pagar el alquiler y los servicios fue considerado por el 81 por ciento de los encuestados de este grupo, mientras que el 79 por ciento manifestó estar preocupado por no disponer de los medios económicos para comprar alimentos”.

Silvina Arrossi, investigadora independiente del Conicet subraya en el informe que “el impacto en las condiciones de trabajo se constituye como el telón de fondo estructural sobre el cual se sobreimprimen los efectos relativos a la salud mental”.

Negacionismo: no hay grieta

En el plano de la salud mental, las medidas y políticas gubernamentales en nuestro país, frente al impacto de la pandemia y los meses de aislamiento obligatorio durante 2020, así como frente a la “segunda ola” de 2021, han sido escasas o nulas. Pasada la “primer ola” y con el comienzo de la siguiente, al día de hoy no ha habido ningún informe ni relevamiento oficial realizado por ningún organismo ministerial (Ministerio de Salud, Dirección Nacional de Salud Mental) sobre la evaluación del impacto (o no) de la pandemia y los meses de ASPO en la población en general, y sus distintas clases y subclases en particular.

La cuestión de la salud mental (como problema sanitario social frente al impacto psicosocial producido por largos meses de encierro y confinamiento en distintos sectores de la población) fue curiosa -y demagógicamente- introducida en el debate político nacional, unos meses después de iniciada la cuarentena decretada en las últimas semanas de marzo de 2020, por los sectores opositores derechistas que comenzaron a arriar la bandera “anticuarentenista”, promovida por la burguesía afectada por las medidas de aislamiento y restricciones. Ocurre que frente a lo obvio del impacto psicosocial inevitable, producido por una -también inevitable- cuarentena, juntamente con la inexistencia de un plan nacional o medidas de Estado para prevenir o asistir a la población en ese campo, la oposición derechista hizo de la salud mental una “nave insignia” para desgastar el aislamiento y forzar más temprano que tarde las aperturas y reactivaciones ansiadas por los sectores capitalistas (que terminaron ocurriendo con la llegada del DISPO).

La respuesta de los sectores oficialistas, a través de referentes y funcionarios del área de la salud mental, fue la construcción discursiva de un negacionismo (frente a los negacionistas del virus). Vaya a saber basado en qué relevamiento sanitario, el gobierno salió a vociferar que “lo que angustia es la pandemia, pero no la cuarentena”.

Insistimos que pasado más de un año del inicio del primer ASPO en la Argentina, todavía no existe relevamiento oficial alguno sobre la afección de la pandemia y el aislamiento obligatorio en la salud mental de la población durante 2020. Solo datos de grupos de investigación (Conicet, universidades, consultoras, etc.) que oportunamente llevaron a cabo investigaciones durante la “primer ola” en nuestro país y en el intervalo con la “segunda ola” (para evaluar la existencia o no de secuelas en relación a una epidemiología clásica o crítica del campo de la salud mental).

Entre fines de marzo y principios de abril de 2020, y ante la inexistencia de un Plan de Emergencia Nacional de Salud Mental (en coordinación con ministerios de salud de provincias o municipios), cada plan de contingencia para abordar el problema de la salud mental frente a la pandemia y la cuarentena (de manera diferenciada, ya que sus efectos subjetivos y sanitarios en la salud mental resultan ser de distinto orden), cada medida en este campo, quedó librada a cada municipio o provincia. En la mayoría de los casos se estableció el mantenimiento de la atención en los sistemas de salud bajo protocolos y permisos (para tratamientos ambulatorios en hospitales, centros de salud mental, centros de atención primaria, prestaciones en el área de discapacidad -la más precarizada para sus trabajadores y profesionales- de obras sociales y prepagas), sumado a la atención virtual (vía telefónica o por plataformas estilo zoom o whatsapp) implementada a partir de dispositivos y efectores de algunas universidades y organismos sanitarios regionales.

El problema de la salud mental de la población nunca estuvo para el gobierno en la agenda sanitaria nacional: durante los meses de cuarentena y bajo la -falsa- premisa de “primero la salud, después la economía”, el gobierno nacional fue adoptando medidas a través de un comité interdisciplinario de “expertos científicos” (médicos, infectólogos, sanitaristas, juristas y antropólogos) para evaluar la evolución epidemiológica y las resoluciones en torno de “apertura y/o cierre” de las fases de aislamiento. Los criterios sanitarios se especificaron (obviamente) en las “curvas de casos”, aunque datos epidemiológicos en torno del impacto de la salud mental de las principales dos variables (pandemia y cuarentena) brillaron por su ausencia a la hora de evaluar medidas de Estado a adoptar, al igual que la participación de profesionales o “expertos” en salud mental (empezando por el propio director nacional de Salud mental, Hugo Barrionuevo, cuyo nombre al día de hoy es prácticamente desconocido para el “imaginario colectivo”, a diferencia de los apellidos de renombre de varios infectólogos, lo cual dice mucho) en el comité asesor presidencial, hasta agosto y en plena agonía del aislamiento obligatorio y transición al DISPO.

El lector puede constatar un análisis crítico y con una perspectiva socialista y de clase, tanto desde una posición epidemiológica como política, que sistemáticamente y en “tiempo real” fuimos realizando en Prensa Obrera sobre los debates de la salud mental desde el desembarco de la pandemia en nuestro país y la instalación de la cuarentena -que siempre defendimos y exigimos previamente a su inicio-, frente a los efectos (preferimos por ahora hablar más de efectos y no secuelas) en la subjetividad y la salud mental de la población en general, y de sectores y específicamente clases en particular.

Salvo lo que oportunamente llamamos a través de un artículo de Prensa Obrera el “Plan de los 3 minutos”2Ver “Un ‘plan’ de 3 minutos para salud mental”. Prensa Obrera, 17/7/20.: un anuncio sin pena ni gloria de medidas inocuas realizado por el director nacional de Salud mental que duró literalmente (y bajo cronómetro) tres minutos, pero que prácticamente nadie se enteró, las medidas anunciadas por el gobierno en las problemáticas de salud mental brillaron por su ausencia.

Inauguramos en Prensa Obrera semanas y meses de análisis sobre la evolución de la lucha política entre la derecha “anticuarentena”, negacionista de los efectos del virus y el arco oficialista “cuarentenista” (parcialmente cierto), negacionista de los efectos psicosociales de los meses de aislamiento (tomado por los primeros frente a la inexistencia de medidas de políticas públicas de salud) con dos artículos, entre fines de mayo y principios de junio. Frente al enojo de Alberto Fernandez “en vivo y en directo” y por cadena nacional al momento de anunciar desde la Quinta de Olivos una de las tantas prolongaciones del aislamiento, cuando la periodista derechista Silvia Mercado le preguntó por “la angustia” de la sociedad que comenzaba a vislumbrarse frente a la extensión del encierro, publicamos “Alberto Fernandez, la ‘angustia’ de la pandemia y el derrumbe de la salud mental en Argentina”3Ver “Alberto Fernández, ‘la angustia’ de la pandemia y el derrumbe de la salud mental en Argentina”. Prensa Obrera, 24/5/20.. Casi una semana después, cuando el debate en foros y redes sociales (a esa altura todos los espacios académicos y teóricos de salud mental ya estaban bajo la virtualidad absoluta) sobre “si la pandemia y la cuarentena angustian o no, o solo angustia la pandemia pero no la cuarentena, o las dos, o ninguna” (tomando el concepto de angustia en su sentido más amplio y común y, por supuesto, separándolo de todas las acepciones y desarrollos que, por ejemplo, el psicoanálisis ha realizado sobre él), también publicamos el artículo “La nueva grieta en salud mental: “anticuarentenas” vs. negacionistas4Ver “La ‘nueva’ grieta en salud mental: ‘anticuarentena’ vs negacionistas”. Prensa Obrera, 3/6/20..

Partimos de la base de que la disputa política entre los dos bloques capitalistas principales de nuestro país (oficialismo y oposición derechista), en torno a presiones de flexibilización en las restricciones y confinamiento o nuevas aperturas, se había traslado al campo de la salud mental en una suerte de negacionismo “a doble banda”: la derecha anticuarentena, negando los peligros y riesgos del contagio del virus en la circulación social y exigiendo aperturas y reactivaciones en nombre de -entre otros “derechos” (libertad, circulación, etc.)- “la salud mental de la gente” y, por otro lado, el oficialismo (albertismo, kirchnerismo, peronismo) que, sin relevamiento epidemiológico oficial alguno sobre el impacto -o no- de la pandemia y la cuarentena en la salud mental, aseveró durante meses a través de sus principales referentes en salud mental y funcionarios que “lo que angustia es la pandemia pero no la cuarentena”, ya que “la gente se siente cuidada por un Estado que la protege”.

Cualquier publicación que evidenciaba los efectos que comenzaba a tener el aislamiento (además de la pandemia) en la subjetividad y salud mental de distintos sectores de la población pasó a ser objeto de crítica por “funcional a la campaña anticuarentena de la derecha”. Desde los datos del Observatorio de la Facultad de Psicología de la UBA (cuya gestión académica está encabezada por un decano alineado al radicalismo aliado al macrismo a nivel nacional, pero que cogobierna con peronistas el Rectorado) hasta las investigaciones publicadas por universidades nacionales gobernadas por el peronismo del conurbano avalaron esa afirmación. Así lo advertimos desde Prensa Obrera en los artículos “Sin salud mental no hay cuarentena”5Ver “Sin salud pública y salud mental no hay cuarentena”. Prensa Obrera, 18/6/20. con el primer informe elaborado por un organismo del Conicet (Informe Tiara, ya citado en el presente artículo) e inclusive con publicaciones periódicas que daban cuenta sobre la afectación psicosocial de la pandemia y la cuarentena elaboradas por la Universidad Nacional de La Matanza (emblema de las universidades del conurbano bonaerense) con el artículo “La Universidad de La Matanza cuestiona ‘el relato’ oficial en salud mental”6Ver “La Universidad de la Matanza cuestiona ‘el relato’ oficial en salud mental”. Prensa Obrera, 9/7/20..

Durante junio de 2020, funcionarios de salud mental de la provincia de Buenos Aires junto a referentes del área ligados al oficialismo llegaron a organizar un foro convocado por la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación titulado “¿Se viene una pandemia de padecimientos mentales?”. El título intentaba resaltar irónicamente una pretendida denuncia a las profecías apocalípticas de los “anticuarentena”. El tenor del foro pretendió desmentir las profecías anticuarentenistas bajo el sesgo de la “no estigmatización” a través de las clasificaciones clásicas psiquiátricas (trastornos, enfermedades, etc.). Ocurre que algunos estudios preliminares publicados por distintos organismos ya por entonces (y replicados por los diarios emblemáticos de la oposición derechista como Clarín y La Nación) planteaban epidemiológicamente la aparición de distintos “trastornos” (del sueño, ansiedad, depresivo) en algunos sectores de la sociedad como efecto del aislamiento y el confinamiento. Sin embargo, lo que se pretendió “correr por izquierda” en nombre de la “no estigmatización”, en realidad intentó encubrir a modo de taparrabo la inexistencia de un relevamiento oficial sobre la problemática en el campo específico.

Sucede que la respuesta oficial frente al enarbolamiento demagogo de la bandera de “la salud mental en cuarentena” por parte de la derecha “anticuarentena” fue el negacionismo y el intento de establecer la premisa “lo que angustia es la pandemia, pero no la cuarentena”. A años de la sanción de la Ley Nacional de Salud Mental, muy lejos estuvo el gobierno de adoptar medidas sanitarias en este campo como la constitución de equipos territoriales interdisciplinarios de relevamiento y abordaje de problemáticas poblacionales y regionales vinculadas con los efectos de la pandemia y el ASPO (especialmente a través de aperturas de centros de atención primaria), lo cual inclusive hubiera podido “flexibilizar” los inevitables efectos secundarios de la propia cuarentena a través de actividades comunitarias rotativas, coordinadas y planificadas por regiones, atenuando el impacto psicosocial inevitable de meses y meses de encierro para la inmensa mayoría de la población.

Claro está, un plan de medidas orientadas en este sentido, con la participación comunitaria y la creación de equipos y grupos de trabajadores y profesionales de la salud mental, orientados a la evaluación epidemiológica “en territorio” (barrios, comunas, municipios, provincias), hubiera implicado la necesidad de un incremento presupuestario estatal en Salud absolutamente incompatible con las aspiraciones y exigencias de los acreedores del Estado nacional (bonistas privados, FMI) en el marco de negociación del pago de la deuda externa.

Frente a la campaña “anticuarentena”, el negacionismo oficial y la ausencia absoluta de un plan nacional de emergencia en salud mental para la pandemia y el aislamiento obligatorio terminó por jugar un papel clave en el desenlace inevitable de meses y meses de confinamiento a modo de “olla a presión”. Muchos sectores y capas sociales, inicialmente defensores de las medidas necesarias de aislamiento, comenzaron a exigir aperturas “porque no damos más así”. La sintomatología producida por el encierro se transformó también, políticamente, en “malhumor social”.

De hecho, la transición del ASPO al DISPO, promediando agosto de 2020, momento en que el Estado se declaró prescindible en el “cuidado y protección” de la población, cuyo cuidado y prevención sanitaria pasaría a depender de “la responsabilidad social de cada individuo” (lo que justamente venía exigiendo la derecha “anticuarentena” hacía meses), se produjo con la tardía participación de profesionales “expertos” en salud mental en el comité asesor presidencial.

En el artículo “Un nuevo comité de asesores presidenciales en Salud mental” de Prensa Obrera7Ver “Un nuevo comité de asesores presidenciales en salud mental”. Prensa Obrera, 14/8/20. a la reunión de asesores en la Quinta Presidencial de Olivos, donde por primera vez participaron figuras de trayectoria en salud mental (como el caso de Santiago Levin -psiquiatra, miembro de Apsa- y Alicia Stolkiner -profesora titular de Salud Pública y Salud Mental de Psicología -UBA-), referimos nuevamente el relegado rol otorgado a la salud mental. Tarde pero seguro, diría el dicho, aunque inocuo. El rol de los flamantes asesores presidenciales profesionales se limitó a aconsejar al Presidente hasta qué palabras usar en sus controvertidas comunicaciones a la población: transcribimos textualmente: “’Distanciamiento’ en lugar de ‘cuarentena’ será el nuevo método discursivo que el gobierno nacional usará a partir del próximo anuncio de continuidad de las medidas de aislamiento social” (Cronos Noticias, 13/8). Por su parte, A24 agrega que “Alberto Fernández integró a psicólogos a su equipo de asesores y reconocen que ‘no hay que hablar más de cuarentena’” (13/8). Los medios señalan que los expertos recomendaron “cambiar el eje del discurso y hablar de ‘distanciamiento’ más que de cuarentena y ponerle un horizonte temporal concreto a la continuidad de las medidas” (Cronos Noticias, 13/8). También se resaltó que “hay que reforzar el mensaje de ‘distanciamiento social y cuidados’, ya que ‘para poder acercarnos a la vacuna tenemos que distanciarnos hoy’”. Los asesores, según las fuentes consultadas por Télam, rechazaron las afirmaciones ‘de catástrofe en la salud mental’” (Perfil, 13/8). En ese sentido, no se trazó ningún plan epidemiológico oficial en salud mental por pandemia y aislamiento. Lejos de eso, la presencia de “los expertos” se orientó a un asesoramiento comunicacional aplicado al “mensaje” del Estado a la población, algo así como una “consultoría comunicacional” para anuncios y discursos presidenciales, su recepción en la población y el humor social en función de la adhesión política al gobierno (algo muy distinto a la salud mental).

Casi que la indicación al Presidente, en nombre del saber sobre la salud mental, se limitó a “qué decir” y “qué no decir”, a consejos para atenuar el “malhumor social” producido por los meses de confinamiento (muy distinto a la salud mental), hasta a un “de eso no se habla” al mejor estilo de la escuela duranbarbista.

Al momento y con la “segunda ola” bombardeando nuestro país, habiéndose realizado inclusive reuniones de asesores con participación de “expertos en salud mental” desde la mencionada párrafos arriba hasta los primeros días de junio de 2021, no contamos con relevamientos o estudios de organismos sanitarios ministeriales (mucho menos con medidas concretas) en relación a efectos, consecuencias, afecciones o secuelas, producto de la pandemia o las medidas de aislamiento en la salud mental de la población.

Burlas del destino o sincericidio. Comenzando junio, en pleno ascenso de la segunda ola, entrevistada en el programa “Desde el llano” de TN, en ocasión del debate sobre los efectos de la no presencialidad escolar en los niños, la ministra de Salud de la Nación, Carla Vizzotti, afirmó -desmintiendo todo lo dicho hasta ahora por los referentes kirchneristas en salud mental- que “problemas de salud mental vamos a tener todos, porque estamos viviendo una situación crítica, humanitaria, que no hay precedentes en el siglo”, para agregar que “los adolescentes que no tienen la posibilidad de generar las acciones de la adolescencia o las personas mayores que tienen un componente en relación a su salud mental, que es importante”.

La Dirección Nacional de Salud Mental, que debería tomar cartas en el asunto frente al pronóstico de la ministra Vizzotti, depende de su cartera ministerial. Pero, insistimos, pasado un año y medio de la pandemia y las medidas de aislamiento preventivo, todavía no ha presentado ningún plan nacional de abordaje a las secuelas sociales en el campo de la salud mental. Y si hay alguien que sabe muy bien eso es la propia Vizzotti.

Conclusiones

En simultáneo, asistimos a un formidable negociado capitalista para traer la “salvación”, que se ha convertido en un elemento de crisis políticas al interior de los países y entre los mismos Estados y naciones capitalistas. El problema de la producción y distribución de vacunas con las respectivas patentes han transformado a los Estados y las fuerzas políticas de la burguesía en “promotores” y lobbistas de los grandes pulpos farmacéuticos de todo el mundo (Moderna, Pfizer, AstraZeneca, Johnson & Johnson). Las burocracias restauracionistas de Rusia y China también están integradas en este macabro circuito de provisión de sus respectivas vacunas y haciendo valer sus propios intereses económicos y políticos con la crisis pandémica en todo el mundo como trasfondo determinante.

En este marco pretendemos destacar -a partir de distintos estudios y publicaciones preliminares en distintos puntos del globo, los cuales se vienen desarrollando desde la “primer ola” de la pandemia- lo que en el título del presente artículo llamamos “La pandemia ‘invisible’ o ‘lo invisible’ en la pandemia”: la catástrofe sanitaria de la salud mental mundial, en relación a los efectos y consecuencias en la vida anímica y subjetiva de la población mundial en general, y de las clases explotadas en particular, desde la abrupta irrupción del virus, además de los “efectos secundarios” surgidos por las -más que necesarias- medidas de confinamiento y aislamiento adoptadas prácticamente en todo el mundo. Ocurre que -contrariamente a lo que por momento se pretendió instalar- el Covid-19, lejos de ser un virus “democrático e igualitario” en sus condiciones de contagio y transmisión, y hasta en los efectos secundarios inevitables a la hora de adoptar medidas preventivas, impacta en forma distinta según las clases sociales.

En el contexto de transfiguración de las relaciones sociales, con los inevitables efectos subjetivos a partir de una reorganización de la vida social mundial en torno del “miedo a la muerte” (por los efectos letales del Covid), hemos destacado el desprecio de prácticamente todos los gobiernos capitalistas por el problema de la salud mental. Ocurre que por los propios aspectos biológicos y clínicos del virus, ante una emergencia sanitaria mundial, el concepto de salud y las prioridades establecidas por las políticas de Estado han quedado limitadas y reducidas al concepto de salud biológica y física de la humanidad. La salud mental, campo de padecimiento humano y subjetivo como fenómeno de la pandemia, prácticamente quedó mundialmente invisibilizado por el discurso de distintos saberes y especialidades médicas y epidemiológicas imprescindibles (“curvas de contagio”, “morbilidad”, “camas UTI”, etc.)

Claro está, un individuo que se encuentra transitando un estadio terminal de la enfermedad deja de respirar y muere biológicamente, pasa a engrosar la estadística de muertos diarios de Covid anunciada cada día en cada país, y que termina moldeando las políticas de Estado a la hora de “abrir” o “cerrar” las economías capitalistas. Las “otras” muertes por el Covid, las muertes subjetivas que describimos en el presente artículo, los “muertos” en vida (biológica), mayormente padecidas por distintos sectores “esenciales” y “no esenciales” de la clase obrera, quizá sí muchas veces presentadas en distintas publicaciones desde categorías y clasificaciones “hegemónicas” (patologías, trastornos, síntomas, etc.), cada uno desde sus particularidades (y singularidades del “caso por caso”), no llegan a engrosar las estadísticas epidemiológicas que se transforman en “alertas”, “curvas”, “mesetas”, determinantes en las políticas “de emergencia” de Estado del presente mundo pandémico.

Discrepamos también con los planteos que señalan que la falta de políticas de atención y asistencia en salud mental en nuestro presente de pandemia se reduce a un problema discursivo y hasta ideológico sobre “concepción de salud” (donde lo atinente a la salud pública estaría bajo la hegemonía de la salud física). Cualquier gobierno capitalista que priorizara el problema de la salud mental en pandemia con casi el mismo recelo con el que las autoridades sanitarias calculan y contabilizan cada día la cantidad de camas de terapia intensiva o tubos de oxígeno en el sistema de salud estaría obligado a un incremento de los presupuestos nacionales sanitarios imposibles de llevar a cabo (tanto en los Estados imperialistas como en los países subdesarrollados), aún adoptando medidas de excepción como impuestos extraordinarios a las grandes riquezas o la centralizaciones de sistemas de salud (como lo han hecho algunos gobiernos capitalistas).

Ocurre que una inversión a esa escala (destinada, por ejemplo, a constituir equipos comunitarios de relevamientos en salud mental, alertas epidemiológicas, construcción y apertura de dispositivos en territorio, coordinación de subsectores de salud, integración de efectores sanitarios de universidades, constitución de equipos de prevención y asistencia en sindicatos y comunas, etc.) choca de lleno con el interés prioritario de los gobiernos en pandemia: pagos de deuda externa y subsidios a la burguesía (además, claro está, del financiamiento de paliativos sociales y los gastos adicionales del sistema de salud hospitalario en lo referente a las camas de terapia intensiva).

Reiteramos, las muertes biológicas son visibles y se reflejan en las cifras epidemiológicas, el padecimiento en salud mental y las muertes subjetivas generalmente no (solamente cuando cobran un desenlace fatal como suicidios). Desde su inicio, la pandemia también viene arrastrando millones de muertes subjetivas (en su inmensa mayoría trabajadores y obreros) que se suman a las casi 4 millones de muertes biológicas y humanas en nuestro planeta.

Bajo la catástrofe capitalista mundial y pandémica, la perspectiva del socialismo está en el orden del día. Lo que pretendimos alertar y desarrollar en la presente publicación no se reduce a un problema de especificidades o “políticas y concepciones de salud”, sino en la tragedia propia de la humanidad y superar la catástrofe capitalista que preexistía a la pandemia (y que la pandemia vino a agudizar).


1. Burn-out: cabeza quemada

2. Ver “Un ‘plan’ de 3 minutos para salud mental”. Prensa Obrera, 17/7/20.

3. Ver “Alberto Fernández, ‘la angustia’ de la pandemia y el derrumbe de la salud mental en Argentina”. Prensa Obrera, 24/5/20.

4. Ver “La ‘nueva’ grieta en salud mental: ‘anticuarentena’ vs negacionistas”. Prensa Obrera, 3/6/20.

5. Ver “Sin salud pública y salud mental no hay cuarentena”. Prensa Obrera, 18/6/20.

6. Ver “La Universidad de la Matanza cuestiona ‘el relato’ oficial en salud mental”. Prensa Obrera, 9/7/20.

7. Ver “Un nuevo comité de asesores presidenciales en salud mental”. Prensa Obrera, 14/8/20.

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