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A 50 años de la inconvertibilidad del dólar al oro

El 15 de agosto de 1971, el entonces presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, decretaba la inconvertibilidad del dólar al oro. La medida sería un hito en la historia económica moderna ya que fue la que dio cierre a una etapa marcada por los acuerdos de la segunda post guerra (Bretton Woods) y cuyas consecuencias son importantes para configurar al tipo de capitalismo que vivimos en la actualidad. De más está decir que un cambio de esta magnitud, aunque se haya concretado en un momento puntual, fue gestándose a lo largo de los años y generará un nuevo régimen monetario a escala internacional que, aunque tampoco nació de la noche a la mañana, le dio particularidades que es necesario exponer y analizar.

Es este sistema el que cincuenta años después y habiendo atravesado una variedad de crisis de diversa magnitud se encuentra en un quebranto sin precedentes, que manifiesta al mismo tiempo una debacle más general de la economía capitalista en su conjunto. 

Una visión muy difundida en distintas corrientes políticas, pero sobre todo en el progresismo y la centroizquierda, busca explicar e imputar las crisis a su aspecto “financiero”, escindiéndolas forzadamente de lo que ocurre en el terreno “productivo” y adjudicando sus causas a las políticas neoliberales que alejarían al capitalismo de sus mejores prácticas. En realidad, lo que pretenden es negar la descomposición de un régimen social que ha evolucionado hacia esta forma más parasitaria que la anterior como consecuencia del fracaso de la etapa que ellos añoran. La quiebra de la convertibilidad ha jugado un papel crucial en el pasaje al incremento exponencial del capital ficticio y su predominio en las finanzas mundiales. 

Al cumplirse medio siglo de estos nuevos lineamientos resurgen problemas que parecían haber quedado en los libros de historia para las principales potencias, como la inflación. Retornan de manera agravada, con tesoros y bancos centrales que cuentan con menos recursos que en el pasado y una realidad social en numerosos países que les generan todo tipo de reparos antes de encarar una política recesiva con sus costos políticos y sociales.

La respuesta del capital a las crisis que comenzara con la quiebra de Lehman Brothers y luego a la que agravó la pandemia no habría sido posible sin la política que a partir de la quiebra de la convertibilidad del dólar al oro permitió el nacimiento del dinero sin respaldo, dejando en manos de los bancos centrales la potestad de fijar a su antojo la cantidad que se quisiera emitir.

Trataremos de analizar qué efecto tuvo la caída de la convertibilidad sobre las finanzas a escala mundial, cómo se relaciona con la formación de las burbujas financieras y con la inflación que vuelve a preocupar al mundo entero. Si es posible volver a un estadio previo, al patrón dólar-oro y si las crisis de las últimas décadas son la consecuencia – como dicen el progresismo, la centroizquierda y hasta algunos sectores de izquierda- de las políticas neoliberales que se aplicaron a partir de la década del setenta o tienen otro origen y fundamento.

Comenzaremos analizando resumidamente cuál fue el régimen monetario armado en Bretton Woods y cuáles fueron las circunstancias que lo llevaron al colapso.

Es claro que la inconvertibilidad del dólar y el oro implicó un cambio muy profundo en el capitalismo tal como lo conocíamos hasta entonces, dando lugar a modificaciones en distintos ámbitos. Para tomar dimensión de las implicancias del final de convertibilidad es necesario hacer un poco de historia con el fin de comprender cómo se gestó y por qué fue erosionándose hasta su desaparición en 1971. 

Los acuerdos de Bretton Woods y el comienzo del patrón dólar-oro

Entre el 1° y el 22 de julio de 1944, una vez que la Segunda Guerra Mundial se encontraba prácticamente definida en favor de los aliados, se realizó una conferencia monetaria y financiera en la ciudad de Bretton Woods, en New Hampshire, para definir el nuevo orden que iba a regir a las finanzas mundiales en la posguerra. Después de la más cruenta masacre en la historia contemporánea y luego de una destrucción sin igual de fuerzas productivas, el bando triunfador en la guerra, liderado por el imperialismo yanqui se propuso reordenar las relaciones capitalistas en función del resultado de la guerra.

Los 730 delegados de las 44 naciones presentes crearon y lanzaron lo que se conoce a partir de entonces como el sistema de Bretton Woods. Estados Unidos era la potencia militar y económica indiscutida, que contaba con un altísimo porcentaje de las reservas mundiales de oro y que quedó como el principal acreedor del resto del mundo.

En función de ese predominio se comprometió a entregar una onza de oro a cambio de 35 dólares en forma indefinida. A partir de ese compromiso, el resto de los países mantendría sus reservas en dólares con el compromiso de la Reserva Federal de que estos serían “convertibles” al metal. 

Es la conferencia en la que se decide la fundación del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, ambas con sede en Washington. Luego de casi dos años y medio de planeamiento se definió la reconstrucción de postguerra, definiendo reglas y procedimientos, así como un sistema de pagos que aseguraba a los países un tipo de cambio fijo, y con ello evitaba las devaluaciones competitivas. Esta última cuestión reviste retrospectivamente gran importancia, si tenemos en cuenta que desde la caída del sistema en 1971, las “guerras comerciales” como el enfrentamiento actual entre China y Estados Unidos están atravesados por esta herramienta cambiaria.

El escenario que impuso el imperialismo yanqui de que no habría una guerra monetaria le permitió, en un primer momento, impulsar el comercio internacional, imponiendo la supremacía que había logrado al finalizar la guerra. Se calcula que en ese momento, el país norteamericano producía la mitad del carbón mundial, dos terceras partes del petróleo, más de la mitad de la electricidad y acumulaba inmensas cantidades de armas, barcos, aviones y ferrocarriles. 

Hay un elemento que no podemos obviar en cualquier análisis y es la crisis revolucionaria que vivió Europa al finalizar la guerra, en especial en Francia, Italia y Grecia, que fueron contenidas con la colaboración de la burocracia soviética y los partidos comunistas de cada uno de esos países. De todos modos, no lograron impedir que triunfara la revolución en Yugoslavia, más allá de los límites de su dirección que de todos modos se había apartado de los compromisos que le quiso imponer Stalin. 

En Asia, si bien la colaboración soviética y del Partido Comunista habían bloqueado la revolución en Vietnam en la inmediata posguerra, la crisis revolucionaria que atravesó China y que culminó con el triunfo de la revolución en 1949, también en este caso desoyendo las orientaciones de Stalin, mostraban que el peligro revolucionario no había desaparecido por completo. A su vez y como parte de los acuerdos de posguerra, en los países ocupados por el Ejército Rojo en la etapa final de la guerra, surgieron regímenes donde las clases propietarias fueron expropiadas bajo el dominio de la burocracia.

Frente a esta situación y estas amenazas, el imperialismo yanqui lanzó el plan Marshall, que apuntaba a la reconstrucción europea luego de la destrucción bélica. Buscaba responder, por un lado, a la necesidad de parte de Estados Unidos de poner en pie un mercado donde pudiese colocar su capital excedente una vez finalizada la guerra y, por el otro, colocarse como acreedor de Europa occidental, alejando, aunque sin poder eliminar, el fantasma de una revolución. En menor medida, también los yanquis buscaron reconstruir la economía japonesa con similares objetivos que en Europa.

Contrario al relato apologista de “los treinta años gloriosos”, que buscan pintar un sendero de crecimiento sostenido y pacifico entre la postguerra y la crisis de los años setenta, la realidad marca que fueron años convulsivos en donde, tanto Europa como Japón, emergieron como países que comenzaron a competir con Estados Unidos, que mantenía el dominio monetario de la situación, pero no podía lograr una subordinación total. 

En 1957, en Roma ocurre un hecho significativo: se funda la Comunidad Económica Europea, que incluía a Alemania, Francia Italia y el Benelux, y que refuerza a los países del viejo continente para operar en bloque compitiendo con Estados Unidos. La producción industrial norteamericana tuvo caídas significativas en los años 1954 y 1958 (5,80 y 6,41%, respectivamente), lo que reforzó una creciente pérdida de competitividad con Europa y Asia.

En la década de 1960, el orden monetario internacional establecido en Bretton Woods se fue tornando cada vez más inviable. Estados Unidos emitía dólares de forma desmesurada y sin relación con el crecimiento de sus reservas de oro, con lo cual se generó una desconfianza a nivel mundial de la capacidad de aquél país para convertir esos dólares en oro cuando evidentemente no tenían un respaldo real. El involucramiento de Estados Unidos en la guerra de Vietnam fue un factor que multiplicó los déficits fiscales y le dio manija a la maquinita. La desconfianza del resto de las naciones, especialmente de las industrializadas, en la divisa estadounidense como medio de reserva y de pago internacional, y el desarrollo de un mercado de eurodólares fueron indicando el fracaso de los acuerdos de Bretton Woods.

Son múltiples los factores que se combinaron para llevar al agotamiento de la recuperación después de 1945, pero confluyeron la reducción del ejército de reserva en los países centrales y sus consecuentes luchas sociales con la recuperación europea y japonesa y la competencia entre estos con Estados Unidos. A ello se sumó la emisión monetaria de dólares y la pérdida de credibilidad en su convertibilidad con el oro. Ese cóctel explosivo llevó a una nueva caída de la rentabilidad.

A partir de 1968, la crisis comienza a ser cada vez más palpable. De la mano de un aumento de la inflación y el desempleo, junto con una caída de la productividad de la inversión, hacían cada vez menos rentable al capital. A su vez, el mayor peso de los salarios y de las tasas de interés afectaba negativamente la rentabilidad de las empresas. 

En este momento se empiezan a relajar algunas restricciones monetarias adoptadas por el sistema de Bretton Woods. Ya en 1968 se dividió el mercado del oro y la convertibilidad dejó de ser consistente, al tiempo que las principales potencias mundiales decidieron devaluar el dólar respecto del oro y ser menos estrictas respecto de la fijación cambiaria de su moneda con el dólar. Junto con esto comienza a explicitarse un exceso de capital dinerario que lleva, progresivamente a un aumento de la liquidez internacional, como veremos más adelante.

“Históricamente, la existencia de un mercado financiero único a nivel planetario se remonta a la década del ’50 a través del negocio de los incipientes eurodólares, pero avanzó en forma decisiva como consecuencia de la crisis del dólar a fines de la década del ’60 y de la expansión de las operaciones en los mercados de divisas luego de la caída del sistema de Bretton Woods y el abandono de los tipos de cambio fijos. Al mismo tiempo, las actividades en el conjunto de los mercados monetarios y financieros de corto y largo plazo y en los mercados de bonos y títulos se ampliaron rápidamente” (Rapaport-Brenta, 2010).

Nixon decide finalmente suspender la convertibilidad del dólar respecto del oro. Lo hace empujado por un contexto en el cual Estados Unidos sufría una intensa fuga de capitales y un inédito deterioro de su balanza comercial, teniendo un déficit por primera vez en muchos años. Esta nueva medida le permitiría a su país disponer de un patrón monetario propio, pero no le evitaría un colapso generado del sistema que se había hecho a su gusto, dado que en buena parte la explosión de Bretton Woods fue el resultado de la incapacidad de Estados Unidos de mantener el compromiso de que el dólar era “tan oro como el oro”.

El agotamiento de la recuperación se hacía palpable en todos los planos. Económicamente se expresó en la notable caída de la tasa de ganancia, producto de una creciente sobreproducción, es decir de la existencia cada vez mayor de mercancías incapaces de realizarse en el mercado. La producción toda entró en crisis frente al creciente problema del capital para valorizarse y devolvía al capitalismo a su estado de crisis de la que aún no había conseguido recuperarse totalmente. La implosión de todo el entramado monetario y financiero se explica fundamentalmente por factores que no son monetarios ni financieros, sino que, como sintetizó genialmente Marx, el límite del capital es el propio capital.

El día después 

El final del sistema monetario de Bretton Woods trajo consigo una creciente liberalización del mercado de capitales. La sustitución del sistema de tasas de cambio fijas por el de tasas de cambio flexibles y el pasaje del patrón dólar-oro al patrón dólar fueron dos grandes impulsos que recibió el mercado de capitales en su escalada hasta convertirse en el factor más dinámico. 

La desregulación financiera apuntó especialmente en Estados Unidos a eliminar todas las restricciones y controles cruzados que se habían establecido a partir de la crisis de 1930, justamente para evitar una repetición de la misma. Consistió en la eliminación o sustancial reducción de topes cuantitativos y selectivos al crédito bancario y liberación de controles a las tasas de interés, barreras a la entrada e impedimentos a la expansión y diversificación de las operaciones bancarias en varios países industriales -es decir, a la liberalización de los flujos de capital. La burbuja hipotecaria de 2007 (subprime) es probablemente el ejemplo más nítido de esa situación, donde la especulación financiera y la complejización de los mecanismos de derivados llevaron a que buena parte del entramado financiero se terminara sosteniendo sobre el pago de hipotecas de personas que no tenían capacidad de hacerlo, como refleja pedagógicamente la película “La gran apuesta” (The big short).

Allí también se muestra crudamente cómo se ha montado una “industria” financiera a una escala gigantesca. Las calificadoras de crédito han demostrado demasiadas veces que son un engranaje totalmente interesado a la hora de determinar la solvencia o no de una deuda. Por otro lado, a partir de la década de los ’80 y del Plan Brady, el rol de los bancos ya no fue el mismo: dejaron de ser los prestamistas directos para ser intermediarios, mientras que los grandes acreedores de las deudas -fundamentalmente las estatales- pasaron a ser los fondos de inversión, como BlackRock, Templeton y compañía.

Los mentores teóricos de toda esta política, Shaw y McKinnon plantearon, en 1973, que cada intervención estatal sería distorsiva para la vinculación entre ahorristas y deudores, que el mercado por sí solo sería el que asignara eficientemente quién tenía capacidad de prestar y quién de recibir un préstamo, generando un mercado de competencia perfecta o “democratizando las finanzas”. Cincuenta años después nos encontramos con que de no ser porque Estados capitalistas dedican una gran parte de sus recursos al rescate de este sector, el capital sería incapaz de sobrevivir, y que lejos de cualquier fomento a la competencia vivimos la concentración del capital más grande de la historia. 

En síntesis, a partir de la inconvertibilidad, los Estados comenzaron a emitir a su antojo, las tasas de intereses pasaron a ser flexibles y el mercado financiero se fue desregulando y creciendo exponencialmente. Esto llevó a un crecimiento significativo de las reservas internacionales, que prácticamente se triplicaron entre 1968 y 1974. Asimismo, se intensificó el lugar ocupado por las divisas dentro de las reservas, que pasaron a ocupar el 42%, en 1968, al 70% en 1974.) 

A partir de 1973 y la conocida como “crisis del petróleo”, se incrementó enormemente la liquidez internacional, dado que con el enorme y veloz aumento del precio del petróleo, los Estados petroleros pasaron a tener gigantescos excedentes económicos que buscaron colocar en el mercado internacional, lo que se conoció como los “petrodólares”. Ya desde antes se operaba con los llamados eurodólares (depósitos denominados en dólares en bancos europeos, que no están bajo jurisdicción de la Reserva Federal), que completaron el cuadro de una economía mundial con exceso de liquidez.

Desde 1980 hasta fin del siglo pasado, la economía de los países industriales creció a un 2,5% anual. En ese mismo tiempo, la liquidez internacional, medida por el aumento de las reservas, se multiplico por más de quince, las operaciones cambiarias crecieron casi un 30% anual y la emisión de bonos y títulos de deuda un 10%. El valor del dólar, si lo medimos en oro pasó, en las últimas décadas del siglo pasado, de 35 dólares la onza al momento de la caída de la convertibilidad en agosto de 1971 a un valor de aproximadamente 350, es decir que el dólar perdió un 90% de su valor medido en oro en menos de treinta años. Naturalmente, la cotización de 35 ya no era real en 1971 cuando Nixon decretó la inconvertibilidad, pero la caída del dólar medido en oro no deja de ser impactante y una evidencia de la inflación que lo afectó. Luego de las crisis de 2007/8, el dólar volvió a depreciarse frente al oro, cayendo a 1.800 dólares por onza de oro.

La suba de los precios del petróleo agregó un fuerte componente inflacionario al cuadro dramático de una economía mundial que, tal como hemos descripto, venía muy deteriorada1Argentina no fue ajena a este aumento. Al contrario, es la suba de los precios internacionales del petróleo el que ayuda a entender el naufragio del pacto social planteado por el tercer gobierno peronista, la inflación que paso del 24%  en 1974 al 82% en 1975 y que erosionaba el poder adquisitivo de los trabajadores y, finalmente, el rodrigazo, que terminó con una devaluación y un aumento de las tarifas energéticas y los combustibles.. En 1973 y en 1979, dos recesiones marcarán el clima de época, de estancamiento e inflación, lo que potenció la caída de la tasa de rentabilidad. Cayeron entonces las inversiones y el nivel de empleo. Se instaló un triángulo recesión, inflación, desocupación y disminuyó el consumo. El desempleo europeo pasó de 2,6% en 1973 a 8,8% en 1981 y a 13,5% en 1985. Fue el período conocido como “estanflación” (estancamiento con inflación).

Con el apoyo del FMI, los dólares baratos, productos de la excesiva liquidez internacional, comenzaron a reciclarse en los países periféricos a través de un nuevo ciclo de endeudamiento externo. La crisis se trasladó a la periferia a partir de movimientos especulativos producidos por los capitales financieros que buscaba; de esta manera, obtener la mayor rentabilidad posible en un mercado que habría de abandonar todo tipo de fronteras y generar lo que algunos autores denominan la “economía internacional del endeudamiento”.

 “Observando Latinoamérica de conjunto, vemos cómo fue una política que trascendió cualquier frontera nacional: su deuda externa, que era de 75 mil millones de dólares en 1975, se fue a más de 315 mil millones de dólares en 1983. El servicio de la deuda (pago de intereses y de la devolución del principal) creció aún más rápido, alcanzando 66 mil millones de dólares en 1982, frente a los 12 mil millones de dólares en 1975” (Guido Lapa, 2020).

Son numerosos los puntos en común entre aquel período de crisis y la realidad actual los que motivaron este artículo, no sobre la presunción de una repetición mecánica del futuro en el pasado sino, por el contrario, poder destacar todos los elementos dinámicos que demuestran que el capital se enfrenta hoy a una situación mucho más grave y con muchos menos recursos que entonces.

Otra de las transformaciones salientes de esos años y que continúa hasta la actualidad fue la relocalización productiva. Pero hay una diferencia de la primera etapa de la exportación de capitales en que las empresas de los países imperialistas se instalaban en los países menos desarrollados, donde aprovecharon un ejército de reserva abultado (pagan salarios más bajos) y leyes laborales que les garantizaban una explotación mayor. Ahora, la novedad es que a esos factores se agrega que no se traslada toda la producción sino que se van especializando cada planta de cada país en algunos de los componentes (de un vehículo, por ejemplo, y el montaje en otro país). A partir de allí, las “cadenas de valor” son particularmente sensibles a las fluctuaciones anárquicas de los mercados.

Un economista marxista estadounidense, Andrew Kliman, publicó un libro verdaderamente valioso sobre el vínculo entre la descomposición capitalista y las burbujas financieras. Lo curioso y acertado es que el libro se llama “el fracaso de la producción capitalista”, dando cuenta de que la crisis no se restringe exclusivamente al ámbito financiero o bursátil. 

Allí afirma, además, que los rasgos fundamentales del capitalismo posteriores a la crisis de los años setenta son el lento crecimiento económico y las crisis financieras, y muestra cómo en Estados Unidos se experimentó un gran crecimiento de la deuda pública y privada, un debilitamiento de las condiciones de empleo y un lentísimo proceso de crecimiento salarial, lo que profundizo la desigualdad y el deterioro de la infraestructura pública. 

Respecto del carácter histórico de la crisis de los años setenta afirma que la destrucción de capital luego de la crisis fue insuficiente para devolver la tasa de ganancia al punto que tenía previamente. Así como no hemos experimentado una destrucción a la escala que se dio en los años treinta y cuarenta, tampoco vivimos un auge como el que siguió a ese período. Es decir, que la destrucción de capital es la que prepara el terreno para el siguiente boom del capitalismo, y la falta de esa destrucción hace que el capitalismo nunca se haya recuperado totalmente, como ocurre desde la depresión de los setenta.

Esto último tiene una importancia crucial, en tanto demuestra hasta qué punto el capitalismo se encuentra atravesado por una crisis sistémica, en que el capital contrae la inversión en el sector productivo para desplazarse al sector financiero como consecuencia de la baja rentabilidad industrial. El peso específico de las ganancias financieras ha ido acrecentándose y permitiendo una disociación cada vez mayor entre los valores nominales de los capitales y sus valores reales.

Esta disociación no es inocua, sino al contrario, en ella se gestan las grandes crisis de las últimas décadas, pero con un rasgo distintivo respecto del pasado: la incapacidad del capital de resolverlas a la vieja usanza y la constante postergación de una resolución no hace más que agravar la situación preexistente. Todo esto vale para una reflexión más general acerca del carácter decadente del régimen social en que vivimos que, para recomponer la tasa de ganancia, se ve obligado a una destrucción de fuerzas productivas, que con el desarrollo técnico de la industria bélica pondría en cuestión el futuro de la humanidad toda. Hoy más que nunca nos enfrentamos a la vieja dicotomía de socialismo o barbarie. 

Sobre el neoliberalismo y las crisis financieras

El progresismo y la izquierda reformista se armaron un relato para seguir apostando por la continuidad de un régimen social que somete a millones de personas a la peor de las miserias y, como se dijo más arriba, amenaza con la destrucción de la humanidad mientras arrasa sobre el ambiente en el que la humanidad se desarrolla.

Su truco consiste en pretender que este capitalismo no es el que ellos apoyan, que caímos en una etapa de financiarización, producto de las políticas neoliberales que se aplicaron a partir de fines de los setentas y comienzos de los ochentas, y que podría funcionar de una forma más humana e inclusiva. La condición necesaria para creer eso empieza por no preguntarse acerca de por qué el capitalismo evolucionó de esta manera, cuáles fueron las razones por las que la burguesía -la clase dominante que ellos defienden- desarrolló el gusto por la timba, cuando antes, según ellos, les gustaba la producción.

Dependiendo de lo bienintencionado de cada uno, estamos frente a una confusión o un encubrimiento. Ocurre que la añoranza de un capitalismo productivo es una utopía, porque fue el fracaso de ese supuesto modelo el que derivó en la búsqueda de la rentabilidad que no encontraban en la industria, en el terreno financiero. 

Por otro lado, el “estado de bienestar” con el que fantasean, no tiene nada que ver con el mito de “los treinta años gloriosos” posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Como decía Pablo Rieznik, “ni fueron treinta ni fueron gloriosos”. Fueron años convulsivos, con guerras, revoluciones y levantamientos populares en ambos lados del muro de Berlín, en los que convivían las conquistas de la clase obrera con un crecimiento de la plusvalía relativa, producto del aumento de la productividad. 

El neoliberalismo, al que se le adjudican todos los males posteriores, es una consecuencia de la crisis de los años setenta y del fracaso de las políticas keynesianas, y no, como plantean, el causante de la crisis al introducir sus reformas. Esta polémica tiene una trascendencia política enorme, dado que es una tesis que defiende todo el kirchnerismo y que la propia CFK planteó frente al G20, lo plasmó con toda claridad “estoy proponiendo volver al capitalismo en serio. Esto no es un capitalismo en serio, es un anarcocapitalismo financiero” (La Política Online, 3/11/2011). 

Es cierto que los programas neoliberales produjeron un avance sobre las condiciones de vida de los trabajadores a partir de una reducción de “los costos laborales” y que significó un aumento en desempleo y un debilitamiento relativo de la clase obrera. Pero también es cierto que estos programas respondían en un todo a la lógica del capital, que cerró filas con el objetivo principal de restablecer la tasa de ganancia. La impostura de quienes posan de críticos de este modelo y defienden el régimen radica en que la burguesía se abrazó a este ataque a la clase obrera en vías de retornar a la tasa de rentabilidad perdida. 

Incluso en su desorientación, esta corriente está frente a una gran verdad, pero es incapaz de ir a fondo en sus conclusiones: el desarrollo financiero tiene un carácter totalmente parasitario. Lo que ocurre es que no interviene el trabajo en su proceso de reproducción y, por ende, tenemos un capital que pretende ser valorizado con independencia de la creación de nuevo valor y una ganancia que pretende realizarse sin extracción de nuevo plusvalor. Por supuesto, el concepto de capital ficticio les es totalmente ajeno, cuando es clave para comprender el problema.

El desarrollo del capital ficticio (que no es lo mismo que el capital financiero) ha sido enorme, permitiendo un apalancamiento tanto de los Estados como de las empresas a una escala nunca antes vista. La transformación del rol del crédito -de ser el que posibilitaba una inversión productiva a tener como único objetivo el gigantesco mercado de derivados que se arma detrás de él- es otra muestra más de lo regresivo de la etapa actual. Las ganancias financieras han ido ocupando un porcentaje cada vez mayor de los ingresos de las empresas, que han pretendido independizar el valor de las acciones de la realidad de su negocio, apelando a todo tipo de maniobras especulativas que están sostenidas, en gran medida, en la emisión desaforada de los bancos centrales.

El carácter contradictorio de este desarrollo lo da el hecho de que, por un lado, puede actuar temporalmente como un factor contrarrestante a la crisis, en tanto permite una expansión de la valorización del capital, mientras que por el otro se transforma en su principal factor de estallido. 

Tal como afirma Pablo Heller: “La economía de la producción y la economía de la especulación, lejos de ser términos opuestos, se complementan como siamesas. Esa expansión (de la especulación) operó, durante mucho tiempo como factor contrarrestante de la caída de la tasa de ganancia y permitió mediante el endeudamiento, el apalancamiento y el capital ficticio, amortiguar las crisis de sobreproducción y las tendencias al colapso del capitalismo, hasta que, finalmente, se convirtió en el principal motivo de su estallido al volverse incompatible con la creación de valor y plusvalía, propias del capital productivo” (Heller, 2016).

La tentativa del capital es clara: compensar por la vía de la valorización financiera la caída de la tasa de ganancia. Está condenada al fracaso, ya que es por demás limitada y totalmente ficticia. Es que las crisis se multiplican, se posponen la destrucción de fuerzas productivas y eso lleva a que la siguiente bancarrota sea más próxima y más profunda, mientras que los momentos de auge son cada vez más cortos y menos vigorosos. Otro síntoma de la senilidad del capital.

El enorme endeudamiento a escala global se reparte entre la deuda corporativa, deuda estatal y deuda privada. Vale la pena detenernos brevemente en esta última, porque apunta al corazón del problema de la realización de la mercancía que aquí hemos mencionado. El crédito al consumo juega un papel muy relevante no solo en Argentina, donde los trabajadores estamos condenados a pagar con crédito el supermercado o en su momento la factura de luz, sino a escala mundial, permitiendo que se compren mercancías con la promesa de pagos futuros, que no se comprarían si hubiese que pagar de manera inmediata. 

Esto impacta en dos sentidos: por un lado, permitiendo a la clase obrera un consumo superior al que su salario le permite y, por otro lado, permitiendo al capitalista realizar una ganancia que si la mercancía no fuese vendida no podría hacerlo. Pero semejante mecanismo no es inocuo, sino que está en la base misma de las crisis financieras que vivimos recientemente, en donde la creciente insolvencia de los endeudados ha derivado en una bancarrota generalizada. 

En resumen, el capital financiero promueve el endeudamiento de los trabajadores para así poder obtener más ganancia y para matizar su capacidad de compra con su salario. Una vez que eso explota por su carácter irreal, la totalidad del estado se pone a disposición del salvataje a los capitalistas, mientras ajusta a quienes se han llevado la peor parte.

Al no existir más industrias plausibles de ser relocalizadas, al no poder bajar aún más los salarios reales y al no encontrar el capital alguna nueva órbita para rapiñar, entonces se determinarían las condiciones para que aparezca la subacumulación. Véase que el capital ficticio incide positivamente en cuanto al consumo, planteando una visión diametralmente opuesta a los subconsumistas, por lo que todo aumento del capital ficticio, en tanto crédito al consumo, plantea el problema del consumo de los trabajadores por encima de su salario real. 

Primeras conclusiones

Este artículo no pretende de ninguna manera agotar el tema en cuestión, pero sí arribar a una serie de comprensiones comunes que nos permitan una mejor y mayor comprensión de nuestra realidad, evitando las mistificaciones que proponen los apologistas del capital en sus diversas formas.

Aprovechamos el quincuagésimo aniversario de la caída del patrón dólar-oro (Jorge Luis Borges hablaría del inexplicable prestigio del sistema decimal) para destacar los cambios que ello significó y las características de la etapa que, a pesar de que ya estaban presentes, se han exacerbado fundamentalmente en sus rasgos más parasitarios. 

El objetivo, por supuesto, no está en recordar la efeméride sino en analizar la evolución que ha tenido el modo de producción en que vivimos y a partir de ese análisis comprender que solamente la acción revolucionaria de la clase obrera es capaz de sacar a la humanidad del flagelo de un régimen social en franca decadencia.

A tal punto esto es así que la restauración capitalista (inconclusa), que significó la incorporación de 1.000 millones de obreros y obreras a la producción de plusvalía, fue incapaz de evitar esas enormes masas de capital sobrante que son los que se capitalizan ficticiamente. Contra todos los pronósticos derrotistas y desmoralizados de la izquierda, fue el Partido Obrero el que caracterizó que más allá del alivio que esto significaría en un primer momento, el capitalismo profundizaría sus tendencias a la sobreproducción y al ingreso de nuevas crisis, afectando ahora a la totalidad del planeta.

Ni la valorización ficticia ni la incorporación de los países que ya no dominaba, ni las criptomonedas, ni ningún otro invento efímero pueden revertir la senilidad del capitalismo en esta etapa histórica. Por eso es tan utópica la idea de volver el tiempo atrás hacia un capitalismo productivo, cuando fue la incapacidad del capital de sobrevivir como venía haciéndolo el que da lugar al que existe hoy.

Por otro lado, al calor de la profundización de la crisis capitalista, ha quedado en evidencia el rol monetario del oro, desmintiendo la idea de que cualquier papel moneda emitido sobre la “confianza” de un banco central -incluido los dólares- puede ocupar el rol del dinero cuando su emisión busca independizarse de la ley del valor trabajo. En definitiva, el precio del oro es una expresión del valor el dólar y es por eso que ante cada nuevo coletazo de la crisis y asociado a la reacción de los estados de contenerla inundando el mundo entero de papel moneda, el oro vuelve a aumentar su precio.

Nos acercamos a un período de mayores convulsiones sociales, atravesados por el desarrollo de una crisis capitalista que tiene en su horizonte la perspectiva de un enfrentamiento bélico a gran escala. La tarea de la Primera Internacional de unir a los trabajadores de todos los países para derribar el modo de producción vigente es más urgente que nunca. La refundación de la Cuarta Internacional es un paso imprescindible en ese objetivo.

Bibliografía:

Rapaport, Mario, y Brenta, Noemí (2010): Las grandes crisis del capitalismo contemporáneo, Capital Intelectual.

Kliman, Andrew (2012): The failure capitalist production: underlying causes of the great recession. Pluto Press.

Mandel, Ernest (1985): El capital: cien años de controversias en torno a la obra de Karl Marx. Siglo XXI.

McKinnon (1973): Money and Capital in Economic Development; Brookings.

Lapa, Guido (2020): En defensa del Marxismo N° 54, Rumbos. 

Heller, Pablo (2016): Capitalismo zombi, Biblos.

Anderson, Perry (1995): “Balance del neoliberalismo: lecciones para la izquierda”. Conferencia dictada en septiembre de 1995 en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires.


Notas:

1. Argentina no fue ajena a este aumento. Al contrario, es la suba de los precios internacionales del petróleo el que ayuda a entender el naufragio del pacto social planteado por el tercer gobierno peronista, la inflación que paso del 24%  en 1974 al 82% en 1975 y que erosionaba el poder adquisitivo de los trabajadores y, finalmente, el rodrigazo, que terminó con una devaluación y un aumento de las tarifas energéticas y los combustibles.

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