A 20 años del Argentinazo: la vigencia de la rebelión popular

Una clase social y un régimen político en el banquillo de los acusados

Como no podría ser de otro modo, la conmemoración del 20° aniversario de las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001 ha dado lugar a un debate que pone sobre la mesa el balance de una etapa política de dos décadas de la Argentina. Durante ese largo período nuestro país fue gobernado por todos los partidos políticos tradicionales y también por algunos que surgieron luego de esa crisis, como es el caso del PRO, que rápidamente se entrelazó con ellos mediante alianzas y frentes políticos-electorales, u otros que en un campo opuesto venían de lo que suele llamarse el campo popular y pasaron a formar parte de los gobiernos kirchneristas en su carácter de independientes para luego mimetizarse con el peronismo. El fracaso de todas estas fuerzas políticas que nos han gobernado en las últimas dos décadas es irrefutable. Pasados veinte años, Argentina se encuentra más endeudada que en aquel momento, en un virtual default y con la espada de Damocles del FMI sobre nuestra cabeza. La deuda ha crecido en forma absoluta y también comparada por habitante. En relación con el PBI es mayor que en 2001. La fuga de capitales se ha transformado en estructural, llevando a una caída inédita de la tasa de inversión, que está en los niveles más bajos de la historia, sin que alcance a reponer el capital consumido. La matriz productiva del país también se ha deteriorado. Lejos de cualquier desarrollo industrial y de un aumento de la productividad del trabajo, la economía del país se ha ido primarizando, dependiendo de la producción agraria y en menor medida de proyectos energéticos y mineros, la mayoría de ellos con un impacto ambiental muy negativo. Pero donde se concentra de un modo más palmario el fracaso de todos los gobiernos es en la situación social, que adquiere características dramáticas: la pobreza supera el 40% de la población en general y en la niñez ronda el 55%, la precarización del empleo se ha agravado, así como también la destrucción del salario y de las jubilaciones, que han retrocedido a los niveles más bajos de la región. Algo similar ocurre con la educación, donde también hemos perdido el diferencial que Argentina tenía en América Latina. Un capítulo especial merece la crisis habitacional, que abarca a millones de familias, como ha quedado retratado en la represión lacerante a familias sin nada en Guernica, ejecutada por el gobierno de Kicillof. Esta suma de crisis económica, social, habitacional y sanitaria explica finalmente por qué Argentina ha registrado los peores índices internacionales en la pandemia, tanto si se mide la cantidad de contagios, la letalidad y la mortalidad. A la luz de esta realidad incontrastable puede llamar la atención que aún no tengamos un reclamo masivo para que “se vayan todos”. Pero, cuidado, la pérdida de casi 6,5 millones de votos en comparación a las elecciones de 2019 que obtuvieron sumados el Frente de Todos y Juntos por el Cambio da cuenta que existe un registro popular de fondo sobre la crisis del país y sobre quiénes son sus responsables. En América Latina, situaciones similares derivaron en los últimos años en rebeliones populares inmensas, como lo atestiguan las experiencias de Chile, Ecuador, Colombia, por nombrar solo las más recientes. Argentina, lógico, no tiene por qué ser la excepción. Esa amenaza latente explica los temores de todas las fuerzas políticas en firmar un acuerdo con el FMI y la gran red de seguridad que quieren tejer para ello, con la burocracia sindical, los movimientos sociales cooptados, el Vaticano y una votación conjunta en el Congreso. En un plano más sutil, este trabajo de contención va de la mano de una distorsión histórica de los sucesos de 2001, queriendo presentar a la rebelión popular del 19 y 20 de diciembre como responsable de la crisis, cuando en realidad fue una reacción justa y necesaria del pueblo trabajador ante una situación intolerable. Se presenta a la rebelión como la causante de la crisis cuando fue la crisis la que generó la rebelión. En oposición a estos planteos falsos en el plano de la historia y reaccionarios en el de la política, nosotros reivindicamos las jornadas del 19 y 20, así como el derecho de los pueblos a rebelarse contra el saqueo, la opresión y la explotación.

2001

La bancarrota económica de 2001 representó el fin de la experiencia menemista de los ’90, que el gobierno de la Alianza se empeñó en continuar. Esa experiencia, que había debutado como salida a la debacle alfonsinista, incluyó la venta en masa de las empresas del Estado a cambio de títulos de deuda desvalorizados (Plan Brady), el establecimiento de un régimen de convertibilidad con el dólar que anuló toda soberanía monetaria y que actúo como un seguro de cambio gratuito para las bicicletas financieras, la sustitución del régimen previsional estatal por las AFJPs en pos de crear un mercado de capitales en pesos, la privatización de los recursos energéticos y mineros, y el traspaso de la propiedad del subsuelo a las provincias y, junto con ello, un avance en la llamada flexibilidad laboral que implicó un cercenamiento de derechos laborales de los trabajadores. Esta política, que en el plano de la exterior implicó un alineamiento con Estados Unidos, autodefinido como “relaciones carnales”, recogió el apoyo de toda la clase capitalista incluida la llamada burguesía nacional, de sus partidos y también de la burocracia sindical. El primer gran apoyo fue dentro del peronismo, que abrazó esta orientación de manera fervorosa. El matrimonio Kirchner estuvo a la cabeza de ese apoyo. Néstor Kirchner definía a Menem como el mejor presidente de la historia cuando él era gobernador de Santa Cruz y respaldaba la enajenación de los recursos energéticos del país sin ningún miramiento. El avión de la gobernación de Santa Cruz actuaba como taxi en todo el país para traer a los senadores y diputados que tenían que votar por la privatización de la empresa Gas del Estado. El radicalismo, con Alfonsín a la cabeza, actuaba en la misma sintonía, al punto que habilitó en 1994 una reforma constitucional para que Menem pueda ser reelecto en la presidencia. La burocracia sindical participaba gustosa de este festín y comía de las migajas que se caían de la mesa, asociándose a los bancos en la formación de las AFJPs, haciendo empresas propias en las tercerizaciones de las privatizadas o con directores dentro de las empresas privatizadas. La burguesía nacional apoyaba esta política, en tanto le ofrecía un acceso al endeudamiento y una alianza con el gran capital internacional para explotar los recursos del país. Fue socia minoritaria de la privatización-despojo de las empresas estatales en favor del capital financiero, a quien terminó más tarde vendiendo casi todas sus participaciones.

Este frente unido de la clase capitalista y de sus partidos entró en crisis cuando el esquema económico de la convertibilidad empezó a agotarse. La “crisis del tequila” de 1994 fue la primera señal de alarma. La suba de la tasa de interés que empezó a aplicar la Reserva Federal a mediados de los ’90 desató una fuga de capitales de proporciones que afectó el esquema de financiamiento de la economía argentina. En 1995, la economía argentina cayó un 4,4%. El peso argentino, atado artificialmente al dólar, no reflejaba la productividad real del país. La inflación, aunque baja, fue aumentando los costos en dólares sin que el gobierno pueda echar mano al recurso de la devaluación. El impacto social fue enorme. Se agravaron las tendencias recesivas y la desocupación fue escalando hasta alcanzar un 20%. El frente burgués comenzó a fraccionarse. El esquema de la convertibilidad, con un peso caro y un dólar barato, beneficiaba a ciertos sectores económicos, especialmente a los productores de bienes no transables (salud, vivienda, servicios públicos, transporte, comunicaciones, etc.) en detrimento de los transables. La ilusión del gobierno de canalizar el descontento popular en torno de las elecciones de medio término de octubre 2001 le fracasó: el oficialismo perdió 5 millones de votos y la oposición justicialista un millón. Creció la izquierda, pero fundamentalmente el abstencionismo, el voto en blanco y el voto impugnado (fuertemente crítico del conjunto de las alternativas políticas burguesas). Era el clavo que faltaba para evidenciar la falta de apoyo político popular.

Fue así como una parte importante del empresariado y de las fuerzas políticas que habían formado parte de la experiencia menemista comenzaron un viraje en búsqueda de otro esquema económico. El primer paso significativo fue la formación de la Alianza en 1997, que contó con el apoyo de Techint y de sectores de la burguesía industrial. Sin embargo, en la campaña electoral de 1999 fue Eduardo Duhalde, del PJ, quien defendió la salida de la convertibilidad por medio de una devaluación de la moneda, mientras la dupla De la Rúa-Chacho Alvarez promovían mantenerla. Mayormente, la clase capitalista respaldó esta política, porque necesitaba completar la dolarización real de sus activos y beneficios mediante la fuga de capitales, mientras a los sectores medios y de trabajadores se los tranquilizaba con una dolarización ficticia de sus depósitos en pesos, cuando ya resultaba evidente que no existía respaldo para semejante medida.

Los préstamos tomados por el gobierno de De la Rúa durante su mandato incrementaron notablemente la deuda. Los mismos fueron usados para financiar la fuga de capitales del empresariado. En cambio, a los sectores medios se les confiscaron sus depósitos, primero con un corralito y luego declarando su pesificación. Esta confiscación produjo una sublevación popular, que impulsó a la calle a amplísimos sectores sociales, muchos de los cuales habían formado parte de la base social de la Alianza. Durante los primeros años del menemismo fueron los trabajadores de las empresas del Estado los que ocuparon los primeros puestos en las luchas. Estas fueron derrotadas con la complicidad clave de la burocracia sindical. Cuando estas fueron derrotadas, el centro de gravedad se trasladó al interior del país. En 1993, un masivo levantamiento popular en Santiago del Estero (el Santiagueñazo) copó la ciudad prendiendo fuego a todos los organismos estatales. Fue un antecedente de la emergencia del movimiento piquetero, que se desarrollaría con levantamientos masivos de las zonas más afectadas por las privatizaciones como Tartagal, Mosconi y Cutral Có. Posteriormente, se fueron sumando la docencia y el movimiento estudiantil y las barriadas más pobres de conurbano bonaerense. Así, el movimiento piquetero que había nacido en las provincias del interior ganaba una presencia decisiva en el centro político del país. Durante 2001, el movimiento piquetero debatió en dos asambleas nacionales de trabajadores ocupados y desocupados una salida a la crisis y planes de lucha nacionales. La salida a la calle de la clase media, impulsada por la confiscación de los depósitos ejecutada por los capitalistas, cerró un frente de hecho: la unidad entre los “piquetes y las cacerolas”. Fue el momento también de la recuperación de la Fuba, con la expulsión de la Franja Morada por el movimiento estudiantil combativo, y de la emergencia de numerosas fábricas recuperadas. Las jornadas del 19 y 20 fueron el momento más alto de esta alianza, que perduró por todo un período, condicionando las salidas capitalistas a la crisis. Paradójicamente, mientras se daba este proceso, el movimiento piquetero se quebraba cuando la CCC y la CTA desertaron del 20 y se rehusaron a convocar a la III Asamblea nacional piquetera. En el caso de la CTA, se volcó decididamente al apoyo de una salida centroizquierdista, con el planteo de un Frente Nacional contra la Pobreza, donde también participaba el ARI, el Polo Social del cura Farinello, la banca “cooperativa” y las Apymes. Estos sectores apoyarían luego del Argentinazo diferentes variantes de recambio patronal.

En paralelo a este proceso popular, la burguesía operaba un cambio de frente para salir de la convertibilidad por medio de una gran devaluación de la moneda. El radicalismo, con Alfonsín a la cabeza, entregó el gobierno de su propio partido y pactó con Duhalde la formación de un cogobierno. Este pacto político representaba más en general los intereses de la burguesía nacional, que reclamaban una intervención del Estado para rescatarla de la bancarrota. La pesificación de las deudas en dólares de los capitalistas fue la medida por antonomasia que graficó este salvataje. Muchos la denominaron “ley Clarín”, pues beneficiaba al grupo encabezado por Magnetto, que estaba fuertemente expuesto con una alta deuda en la moneda norteamericana. Como contraparte de esta pesificación, los bancos recibieron títulos de deuda del Estado, lo cual representó una forma de estatización de la deuda privada. La devaluación, además, modificó al interior de la clase capitalista la distribución de la renta nacional. Los grandes ganadores fueron los productores de bienes transables, aunque el conjunto de las patronales se benefició con la fenomenal desvalorización de los salarios, sobre todo medido en dólares. Este cambio de frente de la burguesía tuvo su expresión en el plano ideológico. Los que habían aplaudido la “reducción del Estado” y las privatizaciones del menemismo ahora reclamaban un “Estado presente” para salvar su propio pellejo, ante la amenaza cierta de quiebras o compras hostiles. Por arte de gracia, o mejor dicho como resultado de la crisis capitalista, los neoliberales se hacían nacionales y populares.

Este entrelazamiento entre la rebelión popular y el cambio de frente de la burguesía nacional ha producido varios errores de análisis. Muchos se valen de este cambio de frente para negar la rebelión popular o presentarla como resultado de una manipulación del golpismo duhaldista-alfonsinista. Otros, en cambio, resaltan el papel del pueblo en la calle el 19 y 20 de diciembre para negar los choques y realineamientos al interior mismo de la clase dominante. La función de esta omisión es simple: presentar a los gobiernos posteriores a 2001 y especialmente al kirchnerismo como herederos naturales del Argentinazo. Pero ambos análisis son incorrectos e interesados, y meteorológicamente unilaterales. El análisis concreto debe integrar todos los factores y sopesarlos en su justa medida. Las jornadas de diciembre de 2001 fueron la combinación de una bancarrota económica de fondo, de una división del frente burgués y de una intervención de las masas, que tuvo como protagonistas a las organizaciones piqueteras, a la juventud de las barriadas y a los sectores medios de la Ciudad, estos últimos, sobre todo, el 19 de diciembre. La relación entre la salida de la burguesía a la crisis de la convertibilidad y la rebelión popular es contradictoria: la salida de la burguesía a la convertibilidad fue la devaluación y la confiscación de los ahorristas, un nuevo ataque de características demoledoras. La acción popular, por su masividad y extensión, condicionó de un modo decisivo las salidas políticas y económicas posteriores, muchas de las cuales debieron improvisarse sobre la marcha, otras fracasaron y debieron ser descartadas y solo algunas lograron abrirse camino aun partiendo desde un alto grado de precariedad. El régimen político posterior a 2001 cambió sustancialmente y en buena medida esos cambios debieron corresponderse con la necesidad de la clase capitalista de lidiar con una rebelión popular que aún luego del momento de mayor vigor siguió latente en tanto amenaza potencial. El surgimiento de un movimiento piquetero combativo que le disputa las barriadas populares al peronismo, la emergencia de una nueva generación de activistas en el movimiento obrero y un salto en el protagonismo de la izquierda quedaron como un legado que veinte años después sigue aún vigente.

El kirchnerismo

La crisis de régimen político que creó el Argentinazo en diciembre de 2001 obligó a improvisar salidas. La primera tentativa fue imponer una salida de fuerza. En los primeros meses de 2002, el gobierno de Duhalde aplicó una política represiva contra las luchas y movilizaciones populares. Esa política represiva tuvo un momento bisagra, el 26 de junio de 2002, que derivó en el asesinato de Kosteki y Santillán. La evidencia histórica dejó en evidencia que el duhaldismo había diseñado meticulosamente una acción represiva aleccionadora con el propósito de modificar la relación de fuerza entre las clases sociales. La respuesta popular masiva contra esa acción, que incluyó la salida a la calle de los sectores medios, derrotó este intento de salida de fuerza e impuso un cambio de orientación. Duhalde tuvo que declinar su propia candidatura y adelantó la convocatoria a elecciones generales.

La convocatoria electoral terminó siendo una echada de lastre ante la persistente movilización popular y a la vez era el medio para dotar al Estado de un gobierno más acorde con la situación creada por la persistente rebelión popular. Como la política, al igual que la naturaleza no tolera el vacío, ante la falta de fuerzas políticas nuevas se debió recurrir a partidos y políticos del pasado, que buscaron borrar sus huellas y ponerse ropas más acordes con los nuevos tiempos. Con Menem, que había obtenido el primer lugar en la elección de 2003, ese trabajo camaleónico no era posible aplicarse exitosamente. Por eso terminó renunciando al balotaje y facilitando la llegada a la presidencia de Néstor Kirchner. Es que un triunfo de Menem hubiese echado más leña al fuego. Fue lo que no entendió el imperialismo y la burguesía en Bolivia, que impulsó la elección del menemista Sánchez de Losada y rápidamente se desató una gigantesca rebelión popular en el país trasandino.

La reconfiguración de Néstor Kirchner estuvo determinada por ese viraje de la clase capitalista y la necesidad de hacer frente a un pueblo soliviantado. El kirchnerismo vino a rescatar al régimen político de la crisis, no fue una expresión de la rebelión popular. En función de estos menesteres, quien había sido un menemista fervoroso durante los ’90 se declaró partidario de un gobierno “nacional y popular”. Quien había defendido abiertamente las privatizaciones, especialmente las del petróleo y gas, desempolvó un discurso en favor de la participación del Estado en la economía. A pesar de haber avalado e impulsado la reelección del gobierno del indulto luego se autodefinió como hijo de las Madres de Plaza de Mayo. Y aunque había reprimido durante sus gobiernos en Santa Cruz a todo movimiento que demostrara algún vestigio de carácter opositor pasó, en el gobierno nacional, a cooptar a distintos sectores del propio movimiento popular, sea del sindicalismo, los movimientos piqueteros o de derechos humanos. Esa cooptación era una vía para regimentar a los trabajadores por medio de la integración al Estado y el gobierno de los dirigentes de sus organizaciones, así como también era un discurso más adecuado para la época que le tocaba afrontar.

Esta política le planteó al movimiento popular un desafío: enfrentar la cooptación de un gobierno nacionalista burgués que había venido a enterrar el proceso de movilización popular abierto en 2001. El movimiento piquetero independiente, el movimiento estudiantil agrupado en la Fuba y muchas experiencias antiburocráticas del período plantaron bandera y dieron batalla, defendiendo la independencia política respecto del gobierno kirchnerista. En el terreno de la izquierda, por ejemplo, mientras el PC se pasaba al campo oficialista, el Partido Obrero defendió la necesidad de una alternativa obrera y socialista, y enfrentó en todos los terrenos esta cooptación del kirchnerismo.

El gobierno kirchnerista fue recibiendo el apoyo de la mayoría de la clase capitalista y también de los principales gobiernos del mundo. Fue una expresión en la Argentina del viraje “nacionalista” de alcance latinoamericano, que vino a contener las rebeliones populares del año 2000 al 2005. Con el trabajo sucio de la devaluación llevada adelante por Duhalde-Remes Lenicov, el gobierno aprovechó la desvalorización del salario y la existencia de una capacidad instalada ociosa para poder crecer sin necesidad de inversión. La suba de los precios de las materias primas que exportaba el país facilitó la obtención de una balanza comercial superavitaria. La reestructuración de la deuda implicó un rescate de bonos que habían caído a precios de default y que sumado a la entrega de un cupón PBI (atado al crecimiento) implicaba un buen negocio, sobre todo para quienes lo habían adquirido en el mercado secundario. La dolarización de las tarifas que había sido establecida en los ’90 fue sustituida por un régimen de subsidios a las empresas energéticas. Estos permitían reducir el precio de la fuerza de trabajo y por lo tanto actuaban en los hechos como un subsidio indirecto del Estado a las patronales, que pagaban salarios por debajo de su verdadero valor. Durante su primera fase de gobierno, el kirchnerismo recogió el apoyo cerrado de la clase capitalista. Incluso luego del choque con el capital agrario en 2008, la mayoría de las patronales siguió apoyándolo. Prueba de ello fue que Cristina Kirchner logra su reelección en 2011 por una diferencia abrumadora sobre el segundo, cercana a los 40 puntos. Ganó incluso en localidades como Pergamino, que tiene la cotización de la tierra más elevada del país. La derecha macrista consciente de ese apoyo directamente no le presentó batalla. Aconsejado por Durán Barba, Mauricio Macri resolvió renunciar a su candidatura presidencial y refugiarse en la Ciudad de Buenos Aires.

La cuestión de la deuda ocupó un lugar central. Las reestructuraciones llevadas adelante entre 2005 y 2010 fueron presentadas como las más exitosas de la historia, pero en realidad estuvieron muy lejos de alivianar realmente el peso de la deuda sobre la economía nacional. La reducción de capital obtenida equivalía al aumento del stock de deuda del último período del gobierno de la Alianza. Quedaron fuera de la reducción los pasivos con los organismos internacionales de crédito como el FMI, Banco Mundial y BID. Además, la entrega de un cupón ligado al crecimiento del PBI sirvió para compensar con creces la reducción lograda. A pesar de estas concesiones, el gobierno no logró el acuerdo de la totalidad de los acreedores, por lo que siguieron los juicios en los tribunales de Nueva York. Luego de concluida la reestructuración, la deuda comenzó a crecer velozmente. El kirchnerismo se justificó diciendo que como la deuda nueva era interestatal, ya que la mayoría de los títulos era absorbido por la Anses, el BCRA y el Pami, era manejable y no podía equipararse a los endeudamientos previos. Sin embargo, el argumento ocultaba la confiscación que se llevaba adelante en favor de los acreedores internacionales. Es que el gobierno pagaba la deuda a estos valiéndose de los fondos previsionales y del financiamiento del BCRA, que veía por ello debilitar su patrimonio. Al BCRA, además, se le habían quitado forzosamente 10.000 millones de dólares para cancelar anticipadamente la deuda con el FMI, recibiendo a cambio una letra intransferible que se convertía en un pagadiós. Como el BCRA es el ente que emite la moneda, el debilitamiento de su patrimonio conduce a un debilitamiento del peso y a un incremento de la inflación. Así, el pago de la deuda conducía también a una confiscación más general de los trabajadores, que se abría paso por el camino de la carestía.

El triunfo de 2011, sin embargo, expresaba más el pasado que el futuro. Se iban reuniendo los elementos que anticipaban el agotamiento de la experiencia kirchnerista. La suba de los precios internacionales de los commodities había llegado a su fin y comenzaba una caída, afectando el ingreso de dólares. La privatización petrolera que el gobierno había perpetuado produjo una fuerte desinversión, que obligaba a importar buena parte de lo que se consumía en el país, costando anualmente casi 10.000 millones de dólares. Los subsidios a las empresas privatizadas de servicios y de transporte público implicaban también una factura creciente que afectó los gastos del Estado. Así del superávit comercial y fiscal se pasó a un déficit en ambos rubros. El financiamiento de la clase capitalista se fue perdiendo y se multiplicaron los juicios de los bonistas que no habían entrado al canje y de exdueños de empresas privatizadas que no aceptaron las nuevas condiciones y dejaron su lugar a empresarios “nacionales”. La inflación fue creciendo como resultado de una emisión ascendente que iba transformándose en la principal fuente de financiamiento del Tesoro. La dificultad para pagar la deuda reestructurada llevó a la confiscación de las reservas del BCRA para hacer frente a tales compromisos. Como estas eran escasas, se adoptaron medidas de cepos y control de capitales, en función de asegurar el pago de la deuda. Todas estas medidas mostraban un agotamiento del esquema económico, que llevó a la clase capitalista a operar un nuevo cambio de frente. Quienes habían apoyado y se habían beneficiado de los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner reclamaban una modificación sustancial de la orientación económica, que les permitiera a los empresarios acceder al mercado internacional de crédito y el levantamiento de las restricciones impuestas a los movimientos del capital. El kirchnerismo quiso hacer el mismo ese giro. La postulación de Daniel Scioli, representante del ala derecha del peronismo, tenía por propósito evitar que los grandes empresarios jueguen sus fichas al triunfo de Macri. Pero no fue suficiente. El fracaso del kirchnerismo llevó a lo que muchos pensaban que nunca ocurriría: que la derecha política del país llegue al poder por medio del voto popular y conquiste, además, la gobernación de la provincia de Buenos Aires.

Macri y los límites de la derecha

Del mismo modo que el kirchnerismo, que había recibido durante años el apoyo de la gran mayoría de la clase capitalista, con el macrismo ocurrió otro tanto. Las cámaras patronales homogéneamente respaldaron su llegada a la Casa Rosada, con la expectativa que las medidas de liberación cambiaria les permitiesen acceder a fuentes de financiamiento internacionales. La mayoría del peronismo también se alineó con el macrismo, votando sus leyes en el Congreso que, a su vez, eran respaldadas por los gobernadores del PJ. Sergio Massa no fue la excepción. Su acompañamiento a Mauricio Macri en la gira por Davos era una señal a los Estados imperialistas del alineamiento de la oposición con el gobierno nacional.

El ministro de Economía Prat Gay había prometido que la liberación del cepo y la devaluación subsiguiente no producirían una mayor inflación porque los precios estaban ajustados ya por las cotizaciones paralelas del dólar. Pero no fue lo que ocurrió. El índice de precios trepó durante 2016 al 34,59%, presumiblemente 10 puntos por encima de la inflación de 2015 (por la intervención del Indec y la distorsión de las estadísticas no había número fiables). La carestía fue fogoneada también por el aumento de las tarifas, que superó en muchos casos el 1.000%, produciendo un fuerte impacto, tanto directo como indirecto sobre el conjunto de la economía.

Para contener las consecuencias de este ajuste, el macrismo recurrió fuertemente a los pactos con el PJ y, especialmente, con la burocracia sindical. La burocracia jugó un rol central en dejar pasar los despidos y la caída del salario, producto de la devaluación macrista. Las luchas obreras de la etapa, contra los despidos o por salario, fueron aisladas. Pero, además, el macrismo necesitó armar una pata de control social en las barriadas, donde los despidos comenzaron a golpear con el avance de la miseria social. Apostó para este fin al armado de un triunvirato de organizaciones sociales (en un principio la CCC, el Movimiento Evita y Barrios de Pie) que, bajo el amparo de la ley de emergencia social y contando con los buenos oficios de la Iglesia, apostaron a la tutela del Estado para ofrecerse como garantes de la paz social con el macrismo.

Para poder financiar el levantamiento del cepo y darle a la clase capitalista libertad de movimiento de sus capitales, el gobierno recurrió a un proceso de endeudamiento que fue realmente brutal. Los funcionarios macristas presentaban este endeudamiento como un hecho virtuoso. Era la prueba, decían, del apoyo internacional que tenía su gobierno. También en pos de lograr un mayor ingreso de capitales se impulsó un blanqueo de capitales muy “exitoso”. Los 110.000 millones declarados superaron todas las previsiones. La propaganda oficial afirmaba que estábamos ante el blanqueo más importante del mundo. Omitían, sin embargo, dos cuestiones centrales. La primera, que en buena medida eran las nuevas medidas de controles y regulaciones internacionales las que forzaban a blanquear los capitales mantenidos ocultos. Y la segunda, que la mayor parte de los capitales blanqueados quedaba en el exterior, a pesar de que la multa por ello era más elevada que si decidían repatriarlos. Esta decisión de mantener los capitales fuera del país era una señal inequívoca de que los capitalistas continuaban la huelga de inversiones en el país; de hecho, una constante en todos estos años fue que más allá de las oscilaciones lógicas, la tasa de inversión se mantuvo en niveles bajísimos, en muchos casos sin que alcance a reponer el capital depreciado.

En su segundo año de gobierno, el ingreso de capitales de corto plazo le permitió al macrismo atrasar transitoriamente el tipo de cambio, reducir la inflación, aunque la mantuvo por encima del 20% y mejorar en algunos puntos el salario real. Gracias a ello logró imponerse en las elecciones de medio término por amplio margen en todo el país. Con ese impulso, el gobierno acordó rápidamente con el peronismo y la CGT una serie de leyes, que incluía la reforma laboral, previsional y fiscal. Esta última fue rubricada por la casi totalidad de los gobernadores, incluida Alicia Kirchner. Entre las medidas dispuestas había una que era clave: se le quitaba a la Anses el ingreso que recibía por el impuesto a las ganancias y se lo trasladaban a las provincias. Ese golpe a la caja previsional conducía a un golpe a los propios jubilados y era el anzuelo para garantizar el voto de los gobernadores del PJ a la reforma. Para ejecutarlo se presentó un proyecto de reforma previsional que modificaba el índice de movilidad y establecía un enganche por el cual le robaban a los jubilados un trimestre entero de inflación. El gobierno confiaba que sería aprobado sin problemas y que luego podría tratar la tan ansiada reforma laboral. Las cosas, sin embargo, ocurrieron de otro modo. Ya desde fines de noviembre de 2017 había evidencias claras que a pesar del acuerdo por arriba se iba acumulando bronca por abajo. Varias manifestaciones convocadas reunían pequeñas multitudes que superaban las previsiones originales. La preocupación crecía en el gobierno, por lo que se apuraron a tratar el proyecto en el Congreso para cerrar la crisis. Pero cuando lo quisieron hacer, chocaron en dos oportunidades con una rebelión popular que no estaba en los cálculos ni del macrismo ni del peronismo que acompañaba al oficialismo. El primer choque fue el 14 de diciembre. La multitud que se reunió en Plaza Congreso y la crisis abierta por la feroz represión obligaron al gobierno a levantar la sesión y pasarla para el 18 de diciembre. En esta jornada, la presencia obrera y popular fue todavía mayor, ante lo cual el gobierno volvió a recurrir a la represión para poder asegurar la aprobación de la ley. Sin embargo, se trató de un triunfo pírrico. El costo político pagado por el gobierno fue tan alto que no pudo avanzar con la reforma laboral. El triunfo electoral rutilante conseguido a fines de octubre se había evaporado en solo semanas. El gobierno comprobaba por su propia experiencia que no reunía las condiciones necesarias para avanzar contra los trabajadores. El fetichismo electoral había creado una ilusión que chocaba con la lucha de clases, cuya dinámica supera al mero voto. La burocracia sindical también salía desautorizada de estas jornadas, porque se había jugado entera a sus pactos con el macrismo. Dentro de las leyes reaccionarias había una que le era de especial interés: la creación de una agencia de salud, con potestad para bloquear y reducir las prestaciones que los afiliados reclamaban a las obras sociales.

Las jornadas del 14 y 18 de diciembre fueron un punto de inflexión para el macrismo y su impacto adquirió una dimensión continental. Sucede que el imperialismo se había jugado entero para respaldar al gobierno, al que le asignaba además una función en América Latina. Su éxito debía servir para un avance de la derecha en toda la región. La incapacidad para derrotar a los trabajadores e imponerle sus planes de ajuste mostraba un límite de ese giro a la derecha. En el plano interno, las consecuencias fueron inmediatas. El gobierno decidió modificar las metas de inflación por miedo a nuevas rebeliones populares. Los especuladores internacionales que habían llegado al país para aprovecharse de las altas tasas de interés olfatearon la crisis y ordenaron la retirada. Comenzó una fuga de capitales que profundizó la devaluación y la inflación. Asustado, Macri buscó el rescate del FMI, que comprometió el préstamo más grande de su historia, del orden de los 54.000 millones de dólares. El apuro del FMI y del gobierno de Estados Unidos era doble: en el plano político, salvar la experiencia macrista, y en el plano económico, permitirles a los grandes fondos de inversión internacionales que estaban en pesos poder retirar sus dólares a un tipo de cambio subsidiado. Del total comprometido, el FMI llegó a ejecutar efectivamente 44.000 millones. Pero no fueron suficientes. La fuga de capitales fue incesante, la inflación continuó en ascenso y la devaluación superó el 50%. El gobierno macrista llegaba a su fin y con él fracasaba una experiencia de la derecha que había tenido un fuerte respaldo del capital dentro y fuera del país.

El peronismo y el kirchnerismo derrotado en las elecciones de medio término logró reposicionarse por la rebelión popular de diciembre de 2017. Paradójicamente, ellos habían estado en la vereda opuesta de esa rebelión, pero le dio la oportunidad de asumir un papel de contención y por esa vía reposicionarse ante los capitalistas. El “hay 2019” que lanzó el kirchnerismo luego de esas grandes jornadas mostraba que su estrategia política era encauzar la energía popular detrás de un proceso electoral de largo plazo y comprometerse con la gobernabilidad macrista. Para ese trabajo de contención era necesaria la participación de Cristina Kirchner, que había sido una de las grandes derrotadas de las elecciones al perder en la provincia de Buenos Aires ante el ignoto Esteban Bullrich.

En función de ganar el apoyo de la clase capitalista para una vuelta al gobierno, el peronismo y el kirchnerismo se empeñaron en dar sobradas muestras de que no avalaban la acción directa de los trabajadores. Luchas importantes, como fue la ocupación del Inti o, entre los gráficos, Interpack, contra los despidos masivos, fueron aisladas por la burocracia hasta condenarlas a la derrota. Pero el gobierno seguía pagando costos demasiados altos para imponer algunos despidos. Esta política de paz social con el macrismo la enfrentó también el movimiento piquetero independiente que, agrupado en el Frente de Lucha, desafió la política de contención montada por las organizaciones que habían pactado con el gobierno, la ley de emergencia social.

Cristina Kirchner decidió ir a fondo en sus señales al gran capital. En función de ello renunció a encabezar la candidatura a presidente de la Nación y postuló para ese cargo a Alberto Fernández, que había roto con ella luego del choque con el capital agrario y había estado detrás de todos los armados de los peronismos más colaboracionistas con el macrismo, entre ellos el de Sergio Massa y Florencio Randazzo. La postulación de Alberto Fernández anticipaba que la orientación estratégica del kirchnerismo era el acuerdo con el capital nacional e internacional. Dentro de esa orientación entraba un acuerdo con el FMI para refinanciar la deuda que el kirchnerismo criticaba, pero siempre aclarando que la pagaría ya que la consideraba “legítima”. Tanto Alberto como Cristina Fernández repetían al unísono que otra vez el peronismo iba a pagar deudas que no había tomado, lo cual era un axioma con una parte cierta y otra falsa. La cierta, que el peronismo era un pagador serial de deuda. Y la falsa, que sus gobiernos también habían incrementado el stock de deuda. Con estos planteos, que lograron el apoyo de un amplio campo del empresariado, el peronismo logró imponerse en las elecciones de 2019 con cierta holgura, aunque el macrismo obtuvo un nada despreciable 41% de los votos y una movilización significativa de la población que participaba de sus actos públicos.

El gobierno de Alberto y Cristina

Desde su llegada al gobierno. tanto Alberto como Cristina dejaron en claro que su objetivo central era buscar un acuerdo con los acreedores internacionales y el FMI para pactar los términos del pago de la deuda. Ni bien llegó a la Casa Rosada, el Presidente comenzó una gira internacional extensísima que incluyó reuniones con los principales presidentes y primeros ministros europeos, la cúpula del FMI y el Vaticano. Al igual que Macri, se presentaba a las reuniones realizadas como un signo inconfundible de que el mundo nos apoyaba y creía en Argentina. La aspiración del gobierno era que con esos apoyos podría rápidamente alcanzar una renegociación con los fondos de inversión para reprogramar los pagos y reducir los montos de capital e interés, y hacer algo similar con el FMI. Como muestra unilateral de compromiso de pago, el gobierno hizo aprobar en el Congreso un paquete de ajuste, que tenía como punto central la suspensión de la movilidad previsional, que sería reemplazada por aumentos por decreto inferior a la inflación. El peronismo mostraba así su superioridad (como fuerza capitalista) frente al macrismo: con el aval de la burocracia sindical y el aparato de gobernadores e intendentes, lograba un fuerte ajuste a los jubilados sin provocar una rebelión popular.

A los pocos meses de asumir estalló la pandemia de Covid. Sin embargo, el gobierno no modificó la hoja de ruta ajustadora que se había fijado originalmente. La renegociación con los bonistas privados llevó más tiempo que el previsto originalmente y solo pudo alcanzarse luego de varias concesiones realizadas, tanto en materia de capital, intereses y plazos. Finalmente, y con el apoyo directo de Cristina Kirchner y del macrismo, se cerró un acuerdo que en lo esencial se redujo a una postergación de las fechas de pago por algunos años, pero sin afectar el capital y aceptando una tasa de interés superior a la internacional. El gobierno justificó las concesiones en nombre de que así lograría reducir el riesgo país y acceder a financiamiento internacional. Pero sucedió lo contrario. Los bonos continuaron por el piso y la tasa de interés por los aires. La explicación oficial era que eso se debía a que restaba aún el acuerdo con el FMI. En función de ello se avanzó en el ajuste pese a las necesidades de incremento de gastos que exigía la pandemia. Gobiernos derechistas de la región, como el de Bolsonaro en Brasil y el de Piñera en Chile, gastaban proporcionalmente a su PBI más que la dupla de los Fernández en la Argentina. Ese ajuste, sencillamente brutal, explica en parte por qué el país tuvo y tiene los peores resultados en el combate en la pandemia, tanto en índices de contagios, mortalidad y letalidad. Pero ese ajuste “coyuntural” se combina con uno estructural, que conforman una crisis sanitaria, laboral, habitacional y educativa que se ha ido agravando en los últimos años sin excepción.

Para llevar adelante este ajuste, el gobierno apeló a una cooptación sin precedentes de las direcciones sindicales y de los movimientos sociales, para lo cual se valió también de la colaboración del Vaticano. A diferencia de experiencias previas, en esta oportunidad no hubo ningún sector de la burocracia sindical que no haya declarado su colaboracionismo explícito. Desde los “gordos”, pasando por el moyanismo y hasta Barrionuevo, desde Yasky y Micheli hasta De Gennaro-Lozano, todas las fracciones burocráticas se integraron al gobierno. En los llamados movimientos sociales ocurrió lo mismo con el llamado Triunvirato Piquetero, pero la existencia de organizaciones independientes con mucho peso específico, empezando por el Polo Obrero y el Frente de Lucha piquetero, bloqueó parcialmente esa cooptación. El gobierno, sin embargo, no pudo avanzar en la conformación del muy promocionado Consejo Económico y Social, que estaba pensado para darle un carácter institucional a esa cooptación que incluyera también a las organizaciones patronales. El hecho de que no haya pasado de algunas reuniones protocolares se explica por las disidencias internas dentro de los propios sectores capitalistas, algo que se refleja luego dentro del gobierno, de la oposición macrista y en las distintas alas de la burocracia sindical.

Crisis de régimen

El enorme ajuste aplicado durante la pandemia produjo la derrota electoral del gobierno. Más allá del negacionismo discursivo, la amplitud de la derrota ha sido inapelable. Si se compara con 2019, la caída fue de 5.200.000 votos. Lo llamativo es que Juntos por el Cambio, que obtuvo el primer lugar, perdió 1.170.000 votos. Por eso, con relación al debate de quién ganó y quién perdió, lo más justo es decir que perdieron ambos, pero uno más que otro. Los dos bloques políticos que han gobernado Argentina desde la crisis de 2001 a la fecha retrocedieron casi 6.370.000 votos. Se trata de una desautorización popular al conjunto del régimen político, sus instituciones, partidos y dirigentes, de implicancias que deberán verificarse en el futuro próximo. A su modo, la dirección de los acontecimientos sigue el mismo rumbo que otros países de la región, como Chile, aunque su amplitud sea todavía menor. Allí los partidos que han gobernado luego de la salida de Pinochet acaban de ser pulverizados en la elección, obteniendo el cuarto y quinto lugar. El avance de partidos a la izquierda y a la derecha de las fuerzas tradicionales expresa un principio de polarización política que de todos modos va a la zaga de la lucha de clases más general.

Este retroceso electoral conjunto de los llamados partidos de la grieta no deja de expresar la crisis de fondo que atraviesa al país y que los tiene como responsables directos. A veinte años de las jornadas del 19 y 20 de diciembre, Argentina es un país fundido y endeudado, con una crisis social sin precedentes. La deuda pública que en 2001 era de 144.000 millones de dólares, ahora ascendió hasta los 343.000 millones. Medida por cápita la deuda casi se duplicó: pasó de 3.977 a 7.500 dólares. Comparada con el PBI, la deuda también creció: mientras en 2001 equivalía al 58%, ahora supera el 75%, aunque ese porcentaje puede crecer si una devaluación más o menos inmediata reduce el producto bruto medido en dólares. La situación social mantiene su dramatismo y hasta se incrementó. La pobreza, por lo pronto, es más alta en la actualidad que en las vísperas de las jornadas de diciembre de 2001. Esto, a pesar de las conquistas asistenciales de la lucha de los desocupados. En ese momento afectaba al 28% de los hogares y al 38,3% de las personas, y en la actualidad afecta al 31,2% de los hogares y al 40,6% de las personas. Nótese que estamos comparando con la crisis más importante que haya tenido la Argentina en su historia. Todo el resto de las comparaciones, por lo tanto, arrojarían todavía peores resultados. El kirchnerismo se ataja con que durante algún período del gobierno de Cristina Kirchner los niveles de pobreza bajaron. Pero incluso en el período de crecimiento económico se mantuvo con un piso del 25%, para comenzar a crecer significativamente en los últimos años de su segundo mandato.

La bancarrota del país muestra el fracaso de la burguesía nacional, como así también de sectores del capital internacional que operan de modo directo sobre el país, sean con inversiones directas o por distintos mecanismos comerciales y financieros. Las altas tasas de inflación, que salvo un breve período del gobierno de Néstor Kirchner se mantuvieron en dos dígitos, muy por encima de los promedios internacionales e incluso si se compara con los otros países de la región, expresan el parasitismo de una clase capitalista que no ha podido dotar a la economía argentina de una verdadera moneda. Las permanentes devaluaciones, que son el principal motor de la inflación, son el recurso de la clase capitalista para desvalorizar la fuerza de trabajo, abaratar las exportaciones y encarecer las importaciones, en ausencia de una verdadera inversión que incremente la productividad del trabajo y reduzca el costo unitario de las mercancías. A la vez, la emisión monetaria para financiar déficits, que es otro de los motores de la inflación, termina siendo generada por el saqueo de los capitalistas de su propio Estado, que se consuma tanto por la evasión impositiva como por la rapiña en acaparar e incrementar los subsidios. Aunque resulta llamativo, a veinte años de la crisis de 2001, ningún gobierno ha podido superar la crisis en la gestión de los servicios públicos que se generó con la ruptura de los contratos dolarizados de la convertibilidad. Hoy, veinte años después, la agenda que se discute con el FMI sigue siendo la misma: pago de la deuda ante amenaza de default, tarifazos en los servicios, escasez de reservas del BCRA, déficit fiscal, cepos cambiarios, etc.

Los ajustes sistemáticos y recurrentes han creado en el pueblo argentino una conciencia muy extendida de adónde nos conducen los acuerdos con el FMI. En la actualidad, ni el gobierno ni la oposición se animan a afirmar que un nuevo pacto tendrá consecuencias beneficiosas. Solo dicen que es un mal menor en relación con la crisis que generaría un default. Debaten cuál sería el ajuste tolerado, admitiendo que será lesivo para las mayorías populares. Como parte del trabajo de ablande, los kirchneristas lanzaron un operativo de chantaje contra la población, amenazando con que si no se logra un acuerdo con el FMI las consecuencias serían funestas. Temen, con razón, que un pueblo que está cansado de ajustes se rebele del mismo modo que lo han hecho en América Latina los pueblos de Chile, Ecuador y Colombia, entre otros. El llamado a la oposición para votar el acuerdo con el FMI juntos en el Congreso responde al mismo temor. Pero puede no ser suficiente, debido a que ambos saben que han perdido casi 6,5 millones de votos en las últimas elecciones. Conscientes de ello, la malla de contención que están queriendo montar abarca a la burocracia sindical y a los movimientos sociales estatizados, que también se han apurado a declarar su apoyo al acuerdo con el Fondo.

Los veinte años transcurridos desde el Argentinazo han modificado sustancialmente la estructura política del movimiento popular. Políticamente, ha crecido un bloque de izquierda en oposición al kirchnerismo. Este bloque de izquierda es el resultado de un proceso de luchas que abarcan todo un período, que hunde sus raíces en la movilización popular del Argentinazo y que tuvo como hitos las grandes movilizaciones desatadas por el asesinato de Mariano Ferreyra, las luchas por la aparición con vida de Julio López, el repudio masivo a Milani, las luchas del movimiento piquetero, estudiantil y del movimiento obrero independiente, que fueron catalizando una diferenciación estratégica con el nacionalismo burgués de un sector aun minoritario, pero significativo de los luchadores y luchadoras de la Argentina. Dentro de este proceso se destaca especialmente el desarrollo del movimiento piquetero independiente, que con movilizaciones multitudinarias le disputa al peronismo la base de las barriadas del conurbano.

Aunque el Frente de Izquierda-Unidad ha sido la expresión electoral de esta tendencia a la independencia de clase, no tiene una homogeneidad interna sobre la caracterización de la etapa y menos aún sobre las tareas que deben emprenderse. La negativa a desarrollar una actividad sistemática por fuera del proceso electoral revela, por un lado, una tendencia electoralista con un contenido de adaptación al régimen, y por el otro, una presión de clase de la pequeña burguesía que se expresa en la hostilidad al movimiento piquetero. El alcance de estas divergencias deberá juzgarse en la actuación en los acontecimientos por venir. La movilización del 11 de diciembre, convocada contra el pacto con el FMI y el pago de la deuda, surgida por iniciativa del FIT-U, es un camino que debe profundizarse. Para ello hemos planteado la convocatoria a un Congreso del FIT-U abierto a todo el movimiento obrero y popular para desarrollar una lucha de clases bajo una estrategia socialista.

La bancarrota nacional que asistimos a veinte años del Argentinazo pone en el banquillo de los acusados a la clase social y a los partidos que nos han gobernado. Plantea, por lo tanto, una cuestión de poder. Las nuevas rebeliones populares que inevitablemente se producirán colocan el desafío de ir más allá de las jornadas del 19 y 20 de diciembre. Es decir, no solo voltear a los gobiernos del saqueo y la explotación, sino crear las condiciones para que gobiernen los trabajadores.

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